jueves, 26 de mayo de 2011

Vanitas vanitatis.


El tema de la vanidad me atrae especialmente como una de las fuerzas motrices más potentes que hay. Buena prueba de ello son los sacrificios y esfuerzos en gimnasios y dietas, cuya justificación es más lucir ante los demás que gozar de buena salud.

Pero, al mismo tiempo, es la que conduce a los mayores errores. No culpemos de todos nuestros males a los mercados y a los especuladores. Por vanidad los españoles nos hemos endeudado hasta lo insostenible, gastando en cosas que no necesitábamos para impresionar a gente a la que no conocíamos.

Cuando va acompañada de poder lleva inexorablemente aparejada la adulación y la ausencia de feed-back. La vanidad hizo que un genio como Amancio Ortega cometiera sus mayores errores económicos, invirtiendo en un sector, el inmobiliario, del que no tenía ni idea, fiado en que en la calle se decía que para conocer el precio de los inmuebles solo había que fijarse en donde ponía sus tiendas el gallego.

Además, afecta por igual a los poderosos y a los que no tienen nada. Era la vanidad quien hablaba por boca de un miembro andaluz de Democracia Real Ya, al que escuché en la radio del coche dando una lección magistral sobre economía, ciencias sociales y, en general, sobre la forma de arreglar la humanidad. O, al menos, eso debía creer él mientras desgranaba un rosario de obviedades y lugares comunes, trufados de argumentos bienintencionados y alguna que otra sandez.

Estamos en tiempos complicados, que penalizan la vanidad con especial dureza. Son tiempos de mono de trabajo y pelo corto, mucho más que de ostentación y engreimiento. Son tiempos de dejar que las vanidades ardan en la hoguera.

Son tiempos en los que, como decía Balzac, hay que dejar la vanidad a los que no tienen otra cosa que exhibir.

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