La iniciativa del Parlament de
Cataluña para comenzar de forma inmediata el proceso hacia la independencia, está
provocando algunos ríos de tinta, tampoco demasiado caudalosos, además de
cierta inquietud en la sociedad catalana y el resto de España. A mi juicio, hay
al menos tres razones para que ni la mayoría de catalanes, que todavía
conservan el seny, ni los demás españoles, debamos preocuparnos demasiado.
En primer lugar, la falta
absoluta de legitimación en las urnas. El proceso recibió una herida de muerte
cuando las elecciones autonómicas otorgaron mayoría de votos a quienes se
oponían a la independencia. No es que de haber ganado el supuesto plebiscito,
que no eran sino unas elecciones como las que se celebran en el resto de
comunidades autónomas, el plan hubiera tenido éxito. Pero el haberlas perdido,
porque en los plebiscitos solo se gana con mayoría absoluta de síes, ha sido un
golpe mortal.
En segundo lugar, el imperio de
la ley. Aunque algunos hablen de suspender la autonomía, acudir a las fuerzas
armadas y adoptar medidas de excepción, eso no va a ser necesario. Para crear
una nación independiente hay unas condiciones mínimas, inherentes al Estado
Moderno: reconocimiento internacional, capacidad para recaudar tributos y
monopolio de la fuerza. Y ninguna de esas las tienen los promotores de este
esperpento, a quienes no recibe ningún líder europeo, les está sacando las
castañas del fuego el Estado español, a través de transferencias, para que
puedan pagar sus facturas y como única fuerza pública, cuentan con unos mossos que
no van a jugarse sus trabajos vulnerando la legalidad vigente. La prueba es que
las fuerzas de seguridad del Estado están investigando los delitos de los promotores
del procés, sin otro obstáculo que una ridícula multa de aparcamiento, impuesta
por un policía local con pocas luces.
Sin olvidar al Poder Judicial, de
titularidad estatal exclusiva, encargado por la Constitución de “juzgar
y hacer ejecutar lo juzgado”. Poder que, si en las repúblicas bananeras es
utilizado para encarcelar opositores, en los países democráticos tiene la
potestad de condenar a quien vulnera la legalidad vigente.
Por último, la ausencia de
líderes creíbles para sacarlo adelante. Al frente de este proceso no se encuentra
un William Wallace, dotado de liderazgo para entusiasmar a sus partidarios y
motivarlos frente a los peligros de la aventura. Por el contrario, nos
encontramos con una colección de medianías acosadas por la corrupción. Personajes
que ven en la independencia un clavo ardiendo al que agarrarse para escapar de
la Justicia, que les acosa por haber saqueado a aquellos mismos a quienes ahora
pretenden capitanear para situarlos al margen de la ley.
Cierto que esto no es bueno para
nadie, porque las turbulencias políticas no ayudan a la recuperación económica,
pero no nos engañemos viendo leones donde sólo hay tigres de papel. Bastó una
sentencia del Tribunal Constitucional, por cierto ahora reforzado con nuevos
poderes, para echar abajo aquel engendro de Estatut hurdido por Zp. Simplemente
manteniendo la calma, desde la firmeza y el poder que da la Ley a quienes están
legitimados y, al mismo tiempo, obligados a hacerla cumplir, el proceso se
disolverá como un azucarillo. Mientras, sus actores acabarán con los huesos en
la cárcel, no como mártires del independentismo, sino como ladrones que penan
sus delitos contra las arcas que tenían el deber de administrar honradamente.