viernes, 14 de marzo de 2014

Morir por Crimea?



 
En los prolegómenos a la II Guerra Mundial, las democracias contemplaban impasibles el avance belicista del Tercer Reich, sin poner los medios para impedirlo. Como escribió aquél periodista francés, reflejando el sentir de una sociedad poco dispuesta a sacrificios: “Morir por Dantizg?” Y así, la dictadura de los camisas pardas se impuso en la crisis de los Sudetes, resuelta en falso por  Chamberlain en la conferencia de Munich. Aquella ignominia valió a los negociadores con los nazis la frase de Churchill “Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra… elegisteis el deshonor y tendréis la guerra”. No se equivocó.
Los tiempos han cambiado y el siglo en que vivimos no es un tiempo para guerras. Aunque seguramente tampoco es tiempo de honor, concepto trasnochado, sustituido por otros más contemporáneos y asimilables como la tolerancia, la solidaridad y similares que, al final, se reflejan en celebrar cada día una causa y en llenar de lazos de colores nuestras solapas y muros de facebook. Son causas que, cuando se enfrentan a la realidad, en la mayoría de los casos sucumben ante el hedonismo y la pereza.
Rusia es una potencia de otro tiempo. No llevan lazos de colorines, pero sus ciudadanos son capaces de combatir y arriesgar la vida por lo que consideran importante, aunque sea una bandera o causa equivocada o injusta. Von Clausewitz decía que las guerras se terminan cuando una de las partes comprueba que, poner fin a ella, es menos costoso que continuarla. Por eso, no nos enfrentamos en igualdad de condiciones.
Occidente no emprenderá nunca una nueva Guerra de Crimea. Ni siquiera impondrá sanciones económicas a Rusia pues, en la balanza de costes, la soberanía de Ucrania o los principios del Derecho internacional nos importan bastante menos que el riesgo, no ya de una guerra, sino de que una crisis energética pueda poner en riesgo nuestro bienestar. El anacrónico Putin lo tiene muy claro y por eso llevará hasta el final su envite.
“Morir por Crimea?” La respuesta occidental  es muy clara: “por supuesto que no”. Y es posible que, efectivamente, Crimea no merezca morir por ella, ni poner en peligro nuestro nivel de vida. No son tiempos para lanzar a la brigada ligera contra los cañones rusos. Pero tal vez, en el fondo, debemos hacérnoslo mirar. Porque una sociedad que no está dispuesta a arriesgar, no ya su vida, sino siquiera medio punto del PIB por ninguna causa, a lo peor resulta que ya está muerta, como esos árboles secos que tienen vacío el interior.
Al menos, los jinetes británicos, que acompañaron a Lord Cardigan en aquella estúpida cabalgada hacia la muerte, conquistaron la inmortalidad.

“Honor the charge they made,
 Honor the Light Brigade,
 Noble six hundred!”

lunes, 3 de marzo de 2014

Las pelotas de goma, las “concertinas” y la capa de San Martín.


 

Los sucesos de la verja de Melilla han reabierto el debate sobre la inmigración. La cifra de inmigrantes fallecidos no puede dejar indiferente a nadie y así, al hilo de la desgracia de esta pobre gente, que busca desesperadamente huir de la miseria, cuando no de la persecución, se han alzado las voces, solidarias? de políticos y periodistas varios. Y, en su crítica, no han dudado en disparar contra todo lo que se mueve, empezando por una Guardia Civil que, defendiendo nuestras fronteras, solo cumple órdenes, y que ha dado muestras reiteradas de solidaridad con los ocupantes de las pateras.

Pero la nota común a las opiniones que se vierten en los diversos foros es la hipocresía, cuando no la cobardía, de quienes se arrogan el título de solidarios, sin pensar en realizar por un momento una reflexión coherente y honrada sobre el problema. Porque lo que está en cuestión no son las famosas concertinas o las pelotas de goma. Eso son anécdotas, utilizadas en muchos casos de forma miserable, hasta el punto de ser criticadas, en el colmo de la desvergüenza, por la oposición socialista, que fue quien las instauró cuando estaba en el gobierno. O por esa nórdica comisaria europea, juzgando los toros desde una barrera situada a miles de kilómetros de distancia. Por no hablar de periodistas como la presentadora estrella que, al sentirse pillada en un renuncio, se atrevió a mentir de la forma más impúdica, afirmando que acoge personalmente a inmigrantes en su casa.
 

La verdadera cuestión es que, para millones de subsaharianos, Europa es un paraíso, por comparación con el infierno en el que habitan, y están dispuestos a arriesgar sus vidas, y las de quien trate de impedir su propósito, con tal de llegar a él. Y que los europeos no podemos limitarnos a debatir sobre concertinas o muros sino sobre una cosa mucho más importante: dejamos entrar a todos los inmigrantes que quieran venir o mantenemos los límites actuales? Porque límites y barreras van indefectiblemente unidos.
 

De la respuesta que demos depende nuestro modo de vida, pues el problema no estriba en tener a los inmigrantes a este lado de la verja, sino en partir nuestra capa con ellos, igual que hizo San Martín con el pobre. Y partir la capa no es hacinarlos en guettos, como ciudadanos de tercera, privados de las mínimas condiciones de vida dignas según los estándares europeos. Se trata de integrarlos, proporcionándoles trabajo, sanidad y educación. Y así, deberemos preguntarnos si estamos dispuestos a ceder nuestro puesto en la lista de espera para una operación quirúrgica a un camerunés. O si queremos que las clases de nuestros hijos pasen de tener 25 o 30 alumnos a 40, 10 de ellos con necesidades especiales. O si estamos por la labor de repartir nuestro subsidio de desempleo con un senegalés. O si permitiremos que un guineano sea llamado a un puesto de trabajo antes que nosotros. Sin olvidar que, al jubilarnos, deberemos compartir nuestras pensiones con todos ellos.
 

Si estamos dispuestos a eso, propongámoslo abiertamente y aceptémoslos con verdadera solidaridad. En caso contrario, lo mejor que podemos hacer es agachar la cabeza y guardar silencio. Porque cuando escucho las voces compasivas de políticos, famosos  y periodistas, que viven en barrios  donde los únicos inmigrantes que entran lo hacen por la puerta de servicio para desempeñar tareas domésticas, no puedo evitar una mueca de asco ante tanta hipocresía. Si elegimos envolvernos en nuestra capa, tengamos la decencia al menos de no burlarnos de los pobres criticando las pelotas de goma, que no son otra cosa que el cordón para afianzarla sobre nuestros hombros.