lunes, 23 de junio de 2014

Soberbia roja.



El varapalo experimentado por la selección era predecible porque, de hecho, muchos lo predijeron. Desde que se hizo efectiva la elección por Del Bosque,  de los jugadores que debían representarnos, fueron muchas las voces que señalaron que se había optado por el pasado en lugar de por el presente. Y eso, en tiempos en que los cambios son muy rápidos y los demás aprenden de sus errores, es malo para los que se recrean en el espejo de los aciertos.
Las causas de la eliminación, o mejor del batacazo estrepitoso, no son tácticas, ni de sistemas, de falta de suerte, fallos puntuales de un jugador o baja forma de otros. Son mucho más sencillas y se pueden explicar simplemente por la suficiencia y soberbia de quienes, tras alcanzar el triunfo, se dedicaron a complacerse en él, en lugar de seguir trabajando en aquello que les permitió alcanzarlo.
Esa soberbia plasmada, en primer lugar, en una especie de apropiación del equipo, que dejó de ser España o la Selección para convertirse en la Roja, como si la nueva marca triunfadora fuese propiedad exclusiva de los protagonistas del tiki-taka. Y si bien es cierto que esta maravillosa generación de futbolistas nos ha dado los mayores momentos de gloria, no lo es menos que la Selección tiene una grandísima historia con la que los españoles hemos vibrado, y sufrido. La protagonizaron  jugadores como Marcelino o Kubala y, en lo que a mí me toca, como Zubizarreta, Juanito, Santillana, Lobo Carrasco, Maceda, Víctor, Salinas (sí, Salinas también) Baquero, Butragueño, Caminero, Michel, Raúl, Luis Enrique y tantos otros. Y la protagonizarán nuevos jugadores encargados de construir el futuro. Y ese corporativismo y orgullo, que en sí no son malos, se convierten en el germen del desastre cuando derivan en una burbuja que impide detectar las señales indicativas de que hay cosas que ya no funcionan.
Soberbia de pensar que el estilo de juego que nos ha proporcionado el éxito es la piedra filosofal y que nadie más puede interpretarlo igual, ni contrarrestarlo. Soberbia en el amiguismo de considerar la Roja como un cortijo en el que quienes han estado siempre, deben seguir estando con independencia de su estado de forma, apartando a otros que han mostrado mejor nivel. Soberbia en vender la piel del tigre antes de cazarlo, ofreciendo las primas más altas de las selecciones europeas, justificadas en que la liga española es la mejor, pero obviando que esa liga la hacen también jugadores de otras selecciones mundialistas que pagan mucho menos. Soberbia en la falta de preparación física y de aclimatación a la temperatura y humedad de los terrenos donde había que jugar, como hicieron otras selecciones, en la creencia de que a la Roja no le afectaban esas cosas. Soberbia en la falta de autocrítica, envueltos en una nube de periodistas aduladores, que condenaban al ostracismo, como reos de alta traición, a quien osara señalar con el dedo cuestiones como el varapalo ante Brasil en la Copa Confederaciones del año pasado.
En fin, parece claro que es el fin de ciclo de un equipo que ha dado todo a España, lo que hay que agradecerle sin mezquindad, y al que hay que reconocer su indudable valía. Pero ello no debe impedir tomar las decisiones necesarias para remediar la situación de descalabro actual. Y al margen de que unos jugadores se tendrán que ir y otros se quedarán, lo que debe abandonar la Selección es la prepotencia y la ceguera, que son el mayor impedimento para construir nuevamente un equipo ganador. Para eso sería bueno que los directivos y técnicos hicieran pronto la maleta si tienen vergüenza torera, como máximos responsables de un fracaso que no es en absoluto proporcionado a los mimbres con los que está dotado el fútbol español.
Todavía quedan resistencias al cambio, manifestadas en esos periodistas eufóricos por la victoria ante los tuercebotas australianos, diciendo que ha faltado “un poquito de suerte”. O esas tensiones en el vestuario cuando alguno ha entonado el “mea culpa”. O las palabras de Del Bosque echando bolas fuera. Pero en cuanto se venzan esas inercias y se materialicen los cambios en nuevas caras, nuevas ideas y, sobre todo, nuevas actitudes de humildad y esfuerzo, con la extraordinaria calidad que hay en el fútbol patrio no hay duda de que construiremos de nuevo un equipo campeón.
Podemoooos!!!



sábado, 14 de junio de 2014

La renta básica, el pan y circo de nuestro tiempo.

 


Con la crisis, ha empezado a tomar cuerpo la idea de establecer para los españoles una renta básica, que se percibiría sin otro requisito que estar vivo. Efectivamente sus defensores la definen como “un ingreso pagado por el estado, como derecho de ciudadanía, a cada miembro de pleno derecho o residente de la sociedad incluso si no quiere trabajar de forma remunerada, sin tomar en consideración si es rico o pobre”. Reconozco que el desparpajo con que se plantea la idea no deja de sorprenderme. O sea, hemos pasado del bíblico “ganarás el pan con el sudor de tu frente” al más progresista “ganarás el pan con el sudor de tu vecino”.

La idea no es nueva. Esto no es más que una reedición del “panem et circenses romano”, descrito por Juvenal. O sea, la práctica de ganar el voto de los pobres mediante comida barata y entretenimiento. No es de sorprender que los nuevos demagogos, bajo una apariencia de modernidad, utilicen los mismos artificios que utilizaron los políticos sin escrúpulos hace siglos para conseguir el poder. Parece que los políticos tampoco cambian y conocen el éxito y popularidad de los cantos de sirena.
Ahora la pretenden vestir, además de con los ropajes de la solidaridad, con el aura de solución para la crisis: se pone una renta básica para todo el mundo y aumenta el consumo, se genera riqueza y desaparecen la crisis y todos nuestros problemas. Olvidan recordarnos que nada puede ser tan fácil. Decía Ortega que "La civilización no dura porque a los hombres sólo les interesan los resultados de la misma: los anestésicos, los automóviles, la radio. Pero nada de lo que da la civilización es el fruto natural de un árbol endémico. Todo es resultado de un esfuerzo. Sólo se aguanta una civilización si muchos aportan su colaboración al esfuerzo. Si todos prefieren gozar el fruto, la civilización se hunde."
Esto de la renta básica es un añadido actual a los anestésicos o a los automóviles. Y pretender obtenerla, sin aportar nada al esfuerzo común, equivale a varear el olivo sin preocuparse de labrarlo. Al final, pensar que van a caer eternamente aceitunas es una utopía. Vamos a dejarnos de rentas básicas y soluciones fáciles porque el problema no es repartir sino crear riqueza. Y ello es incompatible con tumbarse debajo del árbol a esperar que nos caiga el fruto. Nunca debemos olvidar que nada de lo que merece la pena se consigue sin esfuerzo.
Pero lo peor de la renta básica no es que sea utópica sino que es perversa. Porque, contra lo que dicen sus promotores, no es una forma de procurar la dignidad del gobernado, sino de privarle de ella comprando su voluntad. Y, por supuesto, no con la renta o el patrimonio de quienes la promueven, sino con el esfuerzo de quienes no están dispuestos a poner su dignidad en venta.

… iam pridem, ex quo suffragia nulli uendimus, effudit curas; nam qui dabat olim imperium, fasces, legiones, omnia, nunc se continet atque duas tantum res anxius optat, panem et circenses.
(… desde hace tiempo —exactamente desde que no tenemos a quien vender el voto—, este pueblo ha perdido su interés por la política, y si antes concedía mandos, haces, legiones, en fin todo, ahora deja hacer y sólo desea con avidez dos cosas: pan y juegos en el circo)
(Juvenal, Sátiras X, 77–81)



martes, 3 de junio de 2014

Yo ya voté al Príncipe.



La abdicación del Rey Juan Carlos es una buena noticia. En unos momentos en que los españoles desconfían de unas instituciones que han defraudado sus expectativas, debemos acoger la renovación de la primera de ellas con cierta alegría, incluso los no monárquicos. Pero no faltan quienes han aprovechado la ocasión para poner sobre la mesa la necesidad de legitimar la coronación del Príncipe Felipe mediante las urnas,  con el argumento de que, a falta de un plebiscito, su reinado no sería democrático.
No debemos dejarnos engañar por los presuntos campeones de democracia pues, ni en España ni en ninguna de las monarquías parlamentarias modernas, la sucesión en la Corona ha de ser refrendada por una votación. Y hablamos de países tan poco sospechosos de carencias democráticas como Noruega, Holanda, Gran Bretaña o Dinamarca. No puede ser de otra manera, porque si la monarquía tuviera que ser revalidada por votaciones a requerimiento de sus enemigos, dejaría de serlo. Precisamente, la base de la institución es dar estabilidad a los estados, ser símbolo de su unidad y permanencia, como dice la Constitución. Y eso es incompatible con convertirla en motivo de debate y confrontación periódicamente.
Los antimonárquicos esgrimen también el argumento de que la Constitución legitimadora de nuestra monarquía tiene casi 40 años y muchos de los ciudadanos actuales no la votamos. Es cierto, pero ningún estadounidense votó su Constitución, que tiene más de 200, y nadie discute su vigencia ni su legitimidad. Ahí sigue, como la de infinidad de países democráticos, cubriendo con su manto el destino de más de 300 millones de americanos sin grandes modificaciones (la última enmienda es de 1992 y la anterior nada menos que de 1971).
La clave de un régimen democrático no está en que todo se someta a votación, cosa más propia de los soviets comunistas, en que las votaciones estaban a la orden del día pero siempre las ganaban los mismos. La verdadera clave está en el respeto al principio de legalidad, que exige que las leyes se modifiquen por otras leyes posteriores. Por eso quien quiera modificar la forma del Estado Español no puede exigirnos a los demás someter la candidatura del Príncipe a votación, porque ya le votamos todos, cuando votamos a su padre unos, y el resto al ratificar nuestro régimen monárquico votación tras votación. El contrario al régimen es quien debe someter su propuesta a votación. Además, seguro que en unos comicios el Príncipe barrería, pues muchos no monárquicos lo votaríamos sin dudar. Pero los antisistema saben que el mero hecho de cuestionar su legitimidad, sometiéndola a referéndum, sirve a sus propósitos torticeros. Y más si, aunque se impusiera por una mayoría aplastante, no la consiguiera en alguna provincia, lo que daría alas a independentistas y republicanos para cuestionarla nuevamente.
Entiendo el enorme enfado de quienes quieren acabar con la monarquía al ver que la pieza, que ya creían fácil, se les escapa y es sustituida por un blanco más escurridizo, pues las sombras que han acompañado últimamente al reinado del padre no se transmiten con la corona.  La posibilidad, bien real, de que el heredero eleve la institución, les pone muy nerviosos. Tienen motivos, porque una corona fuerte y respetada es un obstáculo insalvable para los que pretenden traernos el tipo de “democracia” representada por los regímenes bolivarianos.
Es un momento para que los verdaderos demócratas nos congratulemos con la regeneración de una institución clave para España. Esperemos que cunda el ejemplo y se produzca también la necesaria regeneración de la clase política, que dé paso a nuevas caras libres de amiguismo y corrupción. No será fácil, pero que la máxima representación del Estado se nos aparezca con una historia limpia de sospechas es una gran noticia que hace que monárquicos y no monárquicos tengamos sobrados motivos para gritar: Viva el Rey!