martes, 24 de septiembre de 2013

Crisis, what crisis?





Hace un año por estas fechas escribía que habíamos tocado fondo y solo quedaba ir hacia arriba. Ahora, aunque no faltan los apóstoles del catastrofismo, hasta el PIB dice que lo peor ha pasado y el comienzo de la recuperación es un hecho.
Lo curioso es que, cinco años después, no hay acuerdo sobre las causas del terremoto que se ha llevado por delante tantas cosas, buenas y malas. Está muy extendida la idea de culpar del desastre a los bancos, junto a los especuladores financieros e inmobiliarios. El neoliberalismo y la falta de regulación les han permitido acabar con el Estado del Bienestar a base de recortes.
Pero la realidad es bien tozuda y se empeña en desmentir estos tópicos. Porque los bancos que hemos tenido que salvar no han sido los privados, sino las cajas públicas manejadas por políticos, desde Cajamadrid o Caixa Catalunya, hasta las gallegas  y andaluzas. Todas fueron intervenidas y rescatadas a nuestra costa mientras sus dirigentes se cubrían el riñón. En cuanto a la desregulación, ningún sector más regulado que el inmobiliario, con sus normas y planes urbanísticos, o el financiero, lleno de órganos supervisores, desde el Banco de España hasta la  CNMV. Y estos sectores son los que han creado la burbuja. Además, el supuesto neoliberalismo no casa con un Estado que, aun hoy, supone el 50% del PIB y sigue gastando más de lo que ingresa, absorbiendo la financiación que necesitan las empresas.
Lo cierto es que la crisis ha venido de una serie encadenada de burbujas: financiera, crediticia y de consumo. Sin olvidar la inmensa burbuja de gasto público, plasmada en las obras faraónicas e inútiles que pueblan nuestra geografía, desde los aeropuertos fantasmas de Ciudad Real o Castellón, a las ciudades de las artes, la música, las ciencias o el circo, que debía edificar todo ayuntamiento que se preciara. Y aunque resulte cómodo buscar un chivo expiatorio, es difícil pensar que, en esta sucesión de burbujas, 45 millones de españoles hemos sido víctimas inocentes de unos cuantos especuladores. Más aún cuando muchos de ellos también se han arruinado.
Las burbujas se deben al triunfo de la codicia o la vanidad sobre la prudencia. Por ello tal vez sea el momento de dejar de buscar cabezas de turco, y reconocer que hemos sufrido una crisis de valores que nos ha afectado a todos. Una crisis fruto de la sustitución de la cultura del esfuerzo por la del “pelotazo”, de la prudencia por la vanidad, del ahorro por el derroche. Y de la pérdida de interés por las cosas que tienen verdadera importancia. En suma, una crisis causada por la sustitución del “ser” por el “tener” y “aparentar”.
Todos somos los responsables de nuestras decisiones y, en gran medida, de nuestra situación.  Pero, sobre todo, somos los arquitectos de nuestro futuro. Así que, una vez esto empieza a moverse, se acabaron las excusas para permanecer de brazos cruzados y lamentarnos. Hay un reto apasionante por delante, y para afrontarlo será necesario rearmarse de valor y de valores. Y tratar de recordar nuestros errores para evitar repetirlos.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Smart Cities: esa incógnita sin despejar.



El concepto de Smart City se está convirtiendo en moneda común de foros y medios de comunicación. A pesar de seguirlo con interés, me sorprende la vaguedad con que es definido por sus promotores. Hablan de ciudades integradas, inteligentes, sostenibles y una serie de conceptos indeterminados, sin precisar el término con claridad. A mí, en tanto se desarrolla definitivamente, se me ocurren algunos peros.
En primer lugar que la idea, bajo las vestiduras de la modernidad, es casi tan antigua como el mundo. Tomás Moro diseñó, hace 500 años, la ciudad de Utopía y sus casas sostenibles, con una puerta a la calle y otra al huerto, donde los ciudadanos participaban en el gobierno mediante los sigrofantes (representantes de las familias) ahora sustituidos por apps para los smartphones. Por no hablar, ya en el siglo XX, de las urbes ideadas por los regímenes comunistas, con sus amplias avenidas desembocando en una gran plaza donde radicaban las sedes gubernativas, a las que fueron desplazadas masivamente poblaciones que vivían en preciosos pueblos tradicionales, como sucedió en la Rumanía de Ceaucescu.
Pero sobre todo me preocupa que, bajo el disfraz de la tecnología y el fomento de la participación ciudadana, se diseñe una ciudad en la que se generan flujos de información canalizados de forma desigual. Y así surja una metrópolis teledirigida desde arriba, un macroexperimento de ingeniería social similar a los que realizaron los países totalitarios, sustituyendo, como diseñador, al antiguo burócrata del régimen por un consultor. Efectivamente, hace poco un “experto en city marketing” decía en un artículo que “nuestras ciudades necesitan ser rediseñadas y los profesionales de la ciudad tienen muy claro cuáles son las líneas maestras de este trabajo.” Sorprendentemente, el experto no se planteaba en ningún momento preguntar a los ciudadanos, que son quienes pagan y han de vivir en ellas, si están de acuerdo con esas líneas maestras, para lo cual no estaría de más explicar claramente en qué consisten.
A la espera de ver algún prototipo de Smart City plenamente realizado, reconozco que me produce cierta aprehensión ese concepto de ciudad futurista, inteligente, domótica y, en suma, despersonalizada. El alma de las ciudades nunca ha estado en sus ladrillos y, mucho menos, en los sistemas de calefacción o la regulación de los semáforos. Roma es maravillosa con su caótica circulación, y la vida nocturna de Berlín o de Río de Janeiro nada tiene que ver con el diseño de los arquitectos. El alma reside en sus bares, horarios, comidas, conciertos o espectáculos callejeros, en suma, en lo que sus habitantes libremente deciden que sea su ciudad.
Pero me temo que los poderes públicos acojan la idea de ciudades inteligentes con entusiasmo, si la inteligencia  la controlan ellos y les permite aumentar su intromisión en la esfera de la ciudadanía, en mayor medida aún de lo que ya lo hacen. Aunque no estaría yo seguro de que los ciudadanos cambien la libertad para elegir su forma de vida por la “libertad” de opinar a través de un Smartphone.
Pienso que es fundamental conjugar la aspiración legítima a una ciudad más sostenible con el respeto a la libre elección por los ciudadanos de su arquetipo de núcleo urbano, incluso permaneciendo al margen del nuevo modelo tecnológico. De lo contrario, se puede generar un rechazo que haga pasar de moda las Smart Cities antes de que consigamos entender bien en qué consisten. No olvidemos que Utopía nunca llegó a convertirse en realidad porque los contemporáneos de Tomás Moro no compartieron su visión.