miércoles, 13 de febrero de 2013

La casa o la vida.



Con una periodicidad (y un morbo) preocupantes nos muestra la prensa casos de suicidios atribuidos a la ola de desahucios consecuencia de la burbuja inmobiliaria. No seré yo quien entre a juzgar el drama personal de quien decide poner fin a su vida, cualquiera que sea el  motivo. Otra cosa bien distinta es la de aquellos que utilizan esas muertes en beneficio de sus argumentos, cuando no de sus intereses.
El problema no es que la propiedad de una vivienda sea un derecho fundamental, que no lo es puesto que nuestra Constitución, con buen criterio, no equipara el derecho a la vivienda con el derecho a la vida o la libertad, que están en otro capítulo, ni habla de propiedad sino de disfrute. El problema es que la consideración de la propiedad inmobiliaria dentro de la categoría de derecho fundamental, como pretenden algunos, supondría rebajar el rango de los demás derechos al de la posesión de un puñado de ladrillos. En el fondo es tanto como considerar que la vida no vale nada, especialmente la de los desheredados sin vivienda en propiedad.
Y sinceramente no creo que sea así. La vida de los chabolistas de Brasil o la de los aborígenes africanos tiene el mismo valor que la de los propietarios de apartamentos en Manhattan. Sin salir de casa, seguramente que la existencia de los residentes en La Moraleja es tan digna como la de los de Villaverde Bajo. O no?
De verdad nuestra sociedad está tan vacía que ha adoptado como su nuevo dios al becerro de oro inmobiliario? Porque un pueblo que justifica el suicidio por la pérdida de una propiedad, implícitamente está poniendo el fundamento de la vida humana en el éxito económico. Lo siguiente es darle la razón a los Soros, Warren Buffet y demás especuladores, que no hacen sino llevar la adoración al becerro a sus límites más extremos.
Sería sanísimo para la sociedad española quemar de una puñetera vez a este falso dios del ladrillo y poner su fe en cosas mucho más importantes como la familia, por ejemplo, o incluso el “skate board”. Porque nadie con una familia por la que luchar puede abandonar la pelea por la pérdida de las escrituras del piso. Y ya no digo nada si el desahuciado no tiene compromisos familiares, pues entonces puede permitirse el lujo de reírse del banco, escupir en el salón y marcharse con el monopatín a California.

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