martes, 25 de octubre de 2011

De dictadores libios, Bin Laden, indios de la India, alianzas de civilizaciones, y paro ya porque esto parece el título de un capítulo del Quijote



No soy de los que consideran que la muerte santifica a todos, incluyendo a los tiranos (eso lo dejo para el entorno de ETA y sus surrealistas esquelas). Y es posible que Gadafi fuera merecedor de la pena capital. Desconozco la dimensión exacta de sus crímenes pero los grandes criminales, y me vienen a la memoria los nazis ejecutados tras los Juicios de Nuremberg, no pueden pedir la hoja de reclamaciones cuando sus víctimas los juzgan y condenan. Ahora bien, de lo que estoy seguro es de que ningún ser humano merece morir de la forma en que lo ha hecho el libio.

Llama poderosamente la atención el silencio de los “defensores oficiales” de los derechos humanos ante la horrible ejecución del dictador, al que por cierto jaleaban hace nada. Contrasta con el ruido mediático originado por la muerte de Bin Laden en una operación de comando. Pero claro, éste fue muerto a manos de los SEAL americanos y aquél a manos de unos rebeldes islámicos. Nuevamente aparece la doble vara de medir del pensamiento progresista y políticamente correcto, según el cual las conductas no son reprobables según su naturaleza sino en función de su autor.

Lo sucedido con Gadafi es una buena muestra de las diferencias entre Oriente y Occidente. Las indecentes imágenes de la muerte del sátrapa libio muestran bastante a las claras que los estándares del pensamiento y conducta occidental, inspirados en la tradición de la democracia griega, el derecho romano y el humanismo cristiano, son mucho más aceptables que las maneras y tradiciones de los pueblos islámicos, fundadas en el fanatismo religioso, el ojo por ojo y la intransigencia más radical.

Viene al caso la historia del gobernador británico que en la India se encontró con el sati, o costumbre de quemar a las viudas en la pira funeraria de sus esposos. Cuando los nativos pretendieron justificarse diciendo que era una costumbre india, el gobernador contestó: “Muy bien. Es vuestra costumbre. Nosotros tenemos otra costumbre: cuando un hombre quema a una mujer viva, le ponemos una soga al cuello y lo ahorcamos”.

No digo con esto que todo lo occidental sea maravilloso (las hemos liado pardas) y lo oriental reprobable. Pero sí que cuando uno le niega a su cultura y tradiciones el mismo pan y la sal que le concede a las del vecino, no puede quejarse si éste luego decide imponerle las suyas.