jueves, 30 de octubre de 2025

Valencia: de la tragedia a la farsa.

 



Se habla poco del esperpento que han tenido que padecer los familiares de las víctimas de la DANA de Valencia con ocasión de la conmemoración del primer aniversario de la catástrofe.

A la puesta en escena, dentro del Museo Felipe VI de la Ciudad de las Artes y las Ciencias, no le faltaba de nada: esculturas de colores, sillas de picnic, presidentes autonómicos con sus banderitas correspondientes, rosas blancas y un discurso vacío pronunciado como oficiante por Felipe VI, “el preparao”, asistido por los sacristanes Sánchez y Mazón. Méritos no les faltaban: al uno, que en plena catástrofe andaba de pagafantas con una periodista; y al otro, que podría haber pronunciado la frase: “Si queréis ayuda, no tenéis más que pedirla.”  

No quiero entrar en el fondo del asunto, es decir, en el desparpajo con que unos líderes políticos que abandonaron al pueblo valenciano tras la catástrofe —como antes abandonaron a los de La Palma— comparecen un año después sin soluciones, pero con un cinismo sin límites y lágrimas de cocodrilo, para capitalizar políticamente el dolor de las víctimas.

En su lugar, me voy a referir exclusivamente al castigo añadido para las víctimas desde las formas y la estética. Porque en Valencia tienen una magnífica Catedral, que data del siglo XIII, tras la conquista de la ciudad por Jaime I de Aragón, donde podría haberse celebrado un acto absolutamente apolítico, pero profundo y comprensible para todos los ciudadanos.

En lugar de ello, han preferido la exaltación de la paparrucha woke, eliminando cualquier traza de trascendencia y espiritualidad en favor de una especie de convención de concesionarios de automóviles o corredores de seguros. En mi opinión, para coronar el espectáculo faltaban unas banderas palestinas y LGTBI colgando de los techos del pabellón.

Por supuesto no hubo salmos ni lecturas bíblicas. Parece que palabras como “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá”, “este es mi consuelo en medio del dolor: que tu promesa me da vida” o “aun si voy por valles tenebrosos, no temo peligro alguno, porque tú estás a mi lado” no están a la altura de la tragedia.

En su lugar, el sermón regio contenía frases tan conmovedoras como “la Reina y yo queremos que lo sepáis: estamos, ahora y siempre, con vosotros”, “qué difícil es transformar las palabras en abrazos” y “ojalá nuestras palabras lleguen como un abrazo”. Parece que les gustó la muletilla de las palabras y los abrazos. Solo faltó darle un abrazo a Sánchez.

Cierto que la farsa se vio algo deslucida por los gritos y abucheos proferidos por algunos asistentes, de los que no se libraron ni los responsables de la catástrofe —Sánchez y Mazón— ni, novedad, la comparsa que se prestó a la ópera bufa, el “preparao”. Este último debería tomar nota porque, en España, los abucheos al Rey se sabe donde empiezan pero no donde terminan, que puede ser embarcando en un crucero rumbo a Italia o en un avión camino de Abu Dabi.

Esto pasa cuando unos políticos viven alejados de la realidad y creen que pueden sustituir la historia y la tradición de un pueblo por nuevas religiones que no atraen a nadie salvo a quienes viven de ellas. Porque no me cabe ninguna duda de que, si la ceremonia se hubiera celebrado en la Catedral, con la solemnidad propia de la ocasión, ningún asistente se habría atrevido a interrumpirla con gritos, aunque estuviera justificada su indignación.

Al menos, en el pecado, llevan la penitencia.


miércoles, 1 de octubre de 2025

La “Flotilla por la Libertad”, o la Armada Brancaleone.

 


Tras un mes de travesía para una ruta que, con las condiciones de mar y viento reinantes, no debería haber llevado más de doce días, la Flotilla por la Libertad se acerca finalmente a las costas de Gaza. Lo que en los comunicados iniciales se presentaba como una misión trascendental y urgente —romper el bloqueo con ayuda humanitaria— se ha convertido  en un crucero mediterráneo, con capítulos que podrían haber firmado Santiago Segura o Fernando Esteso.

La aventura arrancó en Barcelona envuelta en la más pura épica progre. Entre sirenas y banderas palestinas, la escuadra se hizo a la mar en olor, que no en loor, de multitudes. Pero se desinfló a pocas millas de la costa, probablemente por el mareo de unos tripulantes más curtidos en batucadas de barrio y comunas humeantes que en aventuras marineras.

Para sobreponerse del mal trago inicial, hicieron escala en Menorca por supuestos “problemas técnicos”. Lo que no previeron es que la aplicación Marine Traffic los delataría, mostrando que, en lugar de reparar averías en puerto, estaban tomando el sol y dándose baños en las calas menorquinas: Palestina puede esperar.

La ruta continuó hacia Túnez, escala oficialmente destinada a “incorporar nuevos barcos”. El tiempo de espera de los nuevos argonautas se llenó con clases improvisadas de bailes regionales y, para añadir dramatismo, un supuesto ataque de drones israelíes. Y como los derviches entraban en trance religioso para la batalla, los aguerridos marineros por la libertad la afrontaron en trance psicotrópico. Porque, de otra forma, no se explica que los supuestos drones fueran en realidad bengalas de emergencia, lanzadas alegremente por algún eufórico tripulante, que estuvieron a punto de hundir uno de los barcos.

El avance, desesperadamente lento, provocó incluso cambios en el liderazgo. Greta Thunberg anunció su “dimisión simbólica” como madrina ambiental, denunciando que la flotilla produce más memes que resistencia. Las malas lenguas dicen que ya ni los del sector vegano la soportaban. En su lugar emergió la surrealista Barbie Gaza, con chaleco salvavidas de quita y pon, pañuelo palestino y mucho contoneo de caderas para marcar el rumbo. 

También hubo algo más que dimes y diretes entre las “distintas sensibilidades”. Así el coordinador de la flotilla, un tal Khaled Boujemâa, dimitió en protesta por la presencia de activistas LGBTQI en la flotilla. Según manifestó, nadie le había avisado de que en los barcos había tanto ambiente.

A las pausas técnicas y de reagrupamiento se sumó la “gran tormenta”: olas de tres metros que —según la propia Barbie— ponían en riesgo la misión. Aquí otra vez la aplicación Windy reveló que eran menos metros, apenas uno, lo que apunta a que el oleaje era producido por el calimocho o por la falta de ánimo de quienes saben que cada milla hacia Gaza los acerca a las patrulleras israelíes.

Hubo un momento de euforia cuando Italia, España y Turquía anunciaron el envío de unidades navales en apoyo de la Invencible. Pero poco dura la alegría en casa del okupa y pronto los supuesto salvadores avisaron de que no iban a gastar pólvora en la aventura, y aconsejaron a los aventureros dar la vuelta para casa, que se enfría la cena.

Así, la flotilla ha terminado convertida en una Armada Brancaleone náutica. Como aquel ejército de andrajosos medievales, estos perroflautas avanzan entre cánticos, percances y ridículos, convencidos de estar escribiendo una epopeya. Lo que debía ser cruzada ha devenido en sainete, y lo que aspiraba a ser gesta se parece más a una comparsa flotante en busca de tiktoks e historias de Instagram.

En la película de Monicelli, Vittorio Gassman lideraba a un grupo de famélicos convencidos de su misión caballeresca. Aquí, no hay nadie en el puente y la única la brújula de la armada improvisada es el wokismo de manual y los vapores del cannabis. No tengo claro que, con semejantes coordenadas, puedan desafiar al poder militar más sofisticado de Oriente Medio.

Ahora, frente a Gaza, se avecina el desenlace. El telón está a punto de caer y el aire huele a clímax trágico. Porque, en toda tragicomedia, lo que empieza en risas suele terminar en llanto. Y la historia y el cine coinciden: en estas empresas al final se muere el más tonto. El problema es que en la flotilla hay muchos candidatos al puesto.



jueves, 18 de septiembre de 2025

Menores, millones y contratos: los tratos con la trata.




En España, la protección de los menores extranjeros no acompañados (los conocidos como MENAs) supone cada año cientos de millones de euros. Y lo hace a precios que harían sonrojar a cualquier gestor sensato: más de 4.500 euros al mes por plaza, llegando en algunos expedientes —como uno de los últimos de la Comunidad de Madrid— a 5.855 €/mes por menor.

Si lo comparamos con situaciones más cercanas, las cifras llaman la atención. Mantener a una familia española ronda los 3.000 €/mes, según estudios solventes. Incluso en una gran ciudad, una familia de cuatro miembros con colegios privados no supera los 4.500 €. Y un estudiante en Madrid, viviendo en un colegio mayor y en una universidad privada, paga unos 2.800 € al mes. ¿Cómo puede ser que cuidar de un menor tutelado cueste el doble?

La explicación parece estar en un enredo de contratos y convenios: adjudicaciones de emergencia, prórrogas, falta de transparencia… Todo funciona en un terreno opaco y, al final, el contribuyente paga sin saber qué. Harían falta auditorías externas, criterios claros sobre costes y calidad, y procedimientos para saber, entre otras cosas, si el beneficiario es realmente menor. Porque, esa es otra, según datos de la Fiscalía General del Estado, en 2024 solo la mitad de las personas sometidas a pruebas de edad resultaron ser menores.

No se trata de criminalizar a los jóvenes acogidos —víctimas de migraciones peligrosas—, sino de preguntarse quién gana este negocio y por qué ningún responsable político parece dispuesto a ordenar la casa. La acogida de los menores vulnerables es misión del Estado, pero eso no da patente de corso para el despilfarro. Sobre todo cuando se trata de menores extranjeros, llegados no se sabe muy bien cómo y por qué razón.

Surgen preguntas obvias: ¿por qué y para qué se les acoge?, ¿quiénes son sus familias?, ¿quién permite que arriesguen su vida en travesías tan peligrosas?, ¿qué destino tienen una vez aquí? Y, sobre todo, ¿por qué nadie revisa con rigor cómo funciona todo este engranaje? La Historia, como siempre, puede darnos algunas pistas:  del Medievo a la Edad Moderna, África estuvo conectada con el mundo islámico y europeo mediante redes esclavistas que movían a miles de personas. Niños y adolescentes fueron una parte significativa de esos cautivos.

Aunque con motivaciones distintas—económicas, militares, políticas—, el denominador común era la utilización de la infancia como un recurso explotable. Solo los movimientos abolicionistas de los siglos XVIII y XIX empezaron, poco a poco, a erradicar esas prácticas.

Hoy, bajo el camuflaje del buenismo, recorremos un camino inverso y muchos parecen estar haciendo su agosto con este mercadeo de personas. Pensar que, en pleno siglo XXI, alguien pueda lucrarse con el tráfico de niños —y que parte de ese dinero salga de fondos públicos— repugna a cualquier persona de bien. Pero, cuando hemos visto cómo se ha tapado el abuso y corrupción de menores en centros públicos por personas que ocupan actualmente cargos institucionales de primer nivel (sí, me refiero a la Presidencia del Congreso), o cómo un ministro de Hacienda vendía favores fiscales al mejor postor, pocas cosas pueden sorprendernos.

Hace poco leí a un periodista que decía: “El día que salga a la luz la corrupción en el gasto social, nos llevaremos las manos a la cabeza”. Quizá ha llegado el momento de abrir ese melón, antes de que los motivos para avergonzarnos por mirar hacia otro lado se vuelvan insoportables.


lunes, 11 de agosto de 2025

Vox y el voto obrero: misterio para unos, evidencia para otros.




Ante los datos que revelan que Vox lidera ya la intención de voto en el CIS entre los desempleados, buena parte de los asalariados más humildes y quienes se consideran pobres, la prensa progresista se pregunta, con asombro, cómo es posible que las clases trabajadoras voten a lo que ellos consideran “señoritos a caballo”.

No se puede ser más ciego ni estar más alejado de la realidad. La izquierda hace tiempo que dejó de responder a las inquietudes de los trabajadores para entregarse de lleno a la agenda 2030, cuyos beneficiarios no son, precisamente, sus votantes tradicionales. Ofrecer a la gente de barrio un paquete de globalismo, climatismo, feminismo, ideologías queer y multiculturalismo, envuelto en “talante y tolerancia”, puede colar un tiempo… hasta que los destinatarios descubren lo que hay detrás del mundo woke.

Porque, al final, esa fiesta se paga con dinero público y beneficia, sobre todo, a una nueva élite que disfruta de privilegios exclusivos mientras se mira el ombligo y se permite decir a los demás que “están salvando el mundo” … a nuestro pesar. Detrás del globalismo se esconden intereses de multinacionales que sobornan a políticos y financian a sus voceros. Detrás del feminismo radical se percibe un ataque feroz a la familia, tradicional pilar de defensa para los más desfavorecidos. Detrás del multiculturalismo se encuentra una inmigración descontrolada que copa los beneficios del Estado del bienestar y expulsa a las clases trabajadoras del sistema.

Y claro, prohibirle al currante circular con su diésel de 12 años para salvar el planeta es complicado cuando ve al intelectual progresista llegar a la tertulia en un Tesla de 60.000 euros. Lo mismo que pretender que la prioridad de un camarero o una peluquera sea la autodeterminación de género, cuando lo que de verdad le preocupa es llegar a fin de mes. Ni hablemos de convencerle de que debe compartir su centro de salud o su vivienda protegida con inmigrantes ilegales, mientras los predicadores de estas políticas viven en barrios con hospitales y colegios privados y sin esa ordinariez de centros de MENAs a la puerta de sus casoplones.

Por eso, el hartazgo de quienes padecen el wokismo seguirá aumentando al mismo ritmo que crezcan sus efectos negativos. Y, llegado el momento, no dudarán en votar a quien simplemente les ofrezca soluciones reales a sus necesidades.

Mientras tanto, la progresía —de derechas y de izquierdas— seguirá en su burbuja. Y cuando la realidad les estalle en la cara, se preguntarán, como María Antonieta, por qué el pueblo se queja de no tener pan… habiendo brioche.

lunes, 4 de agosto de 2025

El feminismo de vida alegre.


 


Lo del feminismo, la izquierda siempre lo ha tenido claro, pero nunca tanto como ahora. Ya decía Zapatero que el feminismo “hace mejores personas, da otra sensibilidad”. Y se pusieron manos a la obra con las cuotas, las paridades y las manifestaciones.

Pero cuanto más de izquierdas, más feminismo, y por eso era necesario Podemos para dar otra vuelta de tuerca y “feminizar la política”, que todavía quedaba mucho “machista frustrado”, como decía el Coletas. Lo de la igualdad de derechos y la no discriminación —que, por cierto, está en la Constitución del 78— no era suficiente. Había que feminizar desde el lenguaje hasta la ciencia. Y así pasamos del tradicional “señoras y señores”, que se decía al hablar en público, al “todos y todas” (lo de “todes” da para otro artículo) y “nosotros y nosotras”, para, a continuación, acabar diciendo “portavoces y portavozas” y, por último, suprimir el masculino y usar simplemente “vosotras”, aunque te estés dirigiendo a una asamblea de mineros del carbón. O aplicar la perspectiva de género a las matemáticas, porque los números son heteropatriarcales y las númeras están discriminadas.

Es cierto que algunos detalles hacían suponer que el sistema no estaba del todo logrado. Las intenciones de Pablo Iglesias de “azotar a Mariló Montero hasta hacerla sangrar”, confesadas a Monedero —otro ilustre aliado feminista— revelaban ciertos fallos del modelo. O lo de ir cambiando de novia y mandando a las anteriores al gallinero del Congreso… que le pregunten a Tania Sánchez. Pero nadie es perfecto, como decía Jack Lemmon a Tony Curtis, adelantándose a su tiempo.

Nuestro actual Gobierno no se queda atrás. Sánchez es feminista hasta en inglés. “Only through feminism will we build the best democracies”, decía, dando lecciones de feminismo a toda Europa. Su vicepresidenta Yolanda no se queda atrás y, como no sabe inglés por culpa del heteropatriarcado que no le convalida sus másteres, se queda en la parte nacional y propone cambiar la “patria” por la “matria”.

Lo que no sabíamos los del patriarcado es que el feminismo fuera tan suelto de bragueta, que si no más de uno lo habría abrazado con entusiasmo. Y así nos hemos enterado de que los aliados feministas del puño y la rosa dedicaban buena parte del presupuesto a empoderar al sector de las prostitutas. Desde Ábalos, que las colocaba en TRAGSATEC con ayuda de la fontanera, cuando no las paseaba por el Parador de Teruel en plena pandemia, hasta Koldo, experto en la gestión de “scorts” para la trama del Peugeot.

Los de Podemos no pagan prostitutas porque les basta con acosar a las podemitas. Y así nos enteramos de que Errejón, con esa pinta del plasta que no se comía un rosco en la Uni, resultó ser una especie de Rocco Siffredi que, en las fiestas, se sacaba el aparato en cuanto se daba la vuelta cualquier afiliada. Aunque no fue el primero, porque eso parece que se aprende en la Facultad de Ciencias Políticas. Allí Monedero puntuaba a las alumnas más por lo que se movieran en la piltra, que diría un castizo, que por lo que escribieran en el folio.

Por eso, cuando tocaron poder y pasaron de cambiar sexo por notas a cambiarlo por cargos remunerados, vino el desmadre. Alguien decía que los de Podemos vinieron a la política a follar, y parece que no les ha ido mal. Pero ojo, que eso no invalida sus firmes convicciones feministas. Como manifestó Errejón al juez, cuando le preguntaba si “solo sí es sí”: “Eso lo he visto escrito en la denuncia, pero en la vida real la gente no va con consignas”.

Las escuchas de Koldo también plantean algunas dudas existenciales, pues no sabíamos que el nuevo feminismo socialista consistiera en decirle a las señoritas cosas como: “Que se vea la teta” o “Gorrión, estoy yo pensando que por qué no me traes una cubanita para este fin de semana”. Pero estoy seguro de que, como Errejón, también tendrán alguna forma de explicarlo ante los jueces. Porque yo no pierdo mi fe en Pedro Sáunez, digo Sánchez y, como él, estoy “roto de dolor” por su error en “haber confiado en personas que tienen ese tipo de conversaciones vergonzosas sobre las mujeres”. ¡Aguanta, Pedro, por la igualdá!


domingo, 27 de julio de 2025

Mentiras arriesgadas

 


En España, ya no hace falta Netflix para encontrar ficción: basta con leer los currículums de nuestros políticos. En cuestión de días, una oleada de expedientes “creativos” ha dejado claras dos verdades: la primera, que de un político no te puedes creer ni la filiación, y la segunda, que la formación de quienes nos gobiernan tiene más agujeros que un queso suizo.

El fuego mediático lo encendió Noelia Núñez, flamante vicesecretario de movilización y reto digital del PP, que se presentaba como una empollona, capaz de compaginar su actividad política con estudios de Derecho, Ciencias Jurídicas y Filología Inglesa. “Hay tiempo para todo si te esfuerzas”, decía con desparpajo la impostora. Hasta que descubrimos que lo único que había sacado durante el tiempo que pasó en la universidad era un envidiable bronceado.

Pero no está sola en el partido. Juanma Moreno Bonilla, por ejemplo, empezó presentándose como licenciado en Económicas y su currículum se ha ido encogiendo con cada legislatura: ahora puede presumir de un cursillo en protocolo y un máster de esos sobre “liderazgo en la administración” que se imparten en escuelas privadas, hechos a medida para políticos, cómo no, con factura al contribuyente.

En el PSOE, lo de los falsear títulos es casi una religión. Óscar Puente tiene un máster expedido por una fundación afín al partido (por asistir, básicamente, a un campamento juvenil para futuros cuadros socialistas); el ingeniero Patxi López consiguió no pasar de primer curso en diez años de ingeniería (sus padres aún deben de estar orgullosos); y Pedro Sánchez sigue ostentando una tesis doctoral que no sabemos si es de política, de ficción o un copia-pega del “Rincón del Vago”. Han conseguido la excelencia en la materia hasta el punto de otorgar cátedras universitarias a personas sin estudios para que expidan títulos a los demás. ¡Toma del frasco!

Si echamos la vista atrás, la diferencia asusta. Los tecnócratas del franquismo y los ministros de Suárez, González o Aznar tenían carreras profesionales sólidas, oposiciones ganadas a pulso o experiencia empresarial o académica real. Podían ser brillantes o mediocres en su gestión (y muchos se revelaron como auténticos chorizos), pero al menos sus currículums no se deshacían al contacto con la realidad.

La cuesta abajo empezó con Zapatero, que aplicó al pie de la letra la máxima del mediocre: rodearse de personajes aún más mediocres para que nadie le hiciera sombra. Desde entonces, la prioridad ha pasado de la preparación a la cuota de paridad, el marketing y, sobre todo, la obediencia ciega al líder. El nuevo modelo es claro: obediencia primero, currículum después. No faltan personas preparadas en España, pero a los partidos no les interesan. Un ministro con ideas propias y jerarquía es un problema. Un ministro obediente, aunque su única experiencia previa sean años de peloteo al líder de turno, desde la temprana afiliación a las juventudes del partido, es una apuesta segura.

Cuando el torero Juan Belmonte le preguntó a un antiguo banderillero suyo, nombrado gobernador de Huelva, cómo se había metido en política, recibió la genial repuestas “ea, maestro, degenerando”. Pues ahora, a fuerza de degenerar, llegamos a la frase culmen de la ministra Yolanda Díaz —auténtica zote, cuyo currículum previo al ministerio cabe en una servilleta—: “Me encantaría que tuviéramos un ministro o una ministra limpiadora o albañil”. A estas alturas yo propongo lo contrario: que los ministros actuales dejen el maletín y cojan la fregona. No por populismo, sino por utilidad pública. Así, al menos, harían algo productivo entre rueda de prensa y rueda de molino.

Porque, si de desbarrar se trata, prefiero un gobierno de limpiadoras antes que uno de licenciados de pega. Las primeras saben madrugar, rendir cuentas y dejar el suelo limpio. Los segundos solo dominan la técnica de barrer debajo de la alfombra… especialmente cuando se trata de su propio currículum.

domingo, 20 de julio de 2025

“Nunca vayas contra la familia (política)”

 


En un post anterior hablaba de los inconvenientes del bipartidismo español, esa coreografía política que podríamos resumir con la frase: “de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas”.

Muchos aún creen que esa alternancia pactada entre “los míos” y “los tuyos” es el modelo perfecto de estabilidad: un carrusel democrático que siempre vuelve al mismo sitio, pero con diferente pegatina en la puerta.

Los últimos días, el bombardeo de noticias sobre corrupción en el PSOE, dignas de un manual de delincuencia organizada (enchufismo, chanchullos en contrataciones, fraudes en subvenciones, dinero tropical en Dominicana y Venezuela, nepotismo al cubo… aderezado con un desfile de “chicas de la vida” y grabación de películas porno en saunas gay) han puesto en cuestión este supuesto equilibrio. Parecía que, tras tantas revelaciones, había llegado el momento de pasar página y cambiar de turno, hasta que llegó la noticia que rompió el guion. La imputación de Cristóbal Montoro, Ministro de Hacienda del partido alternativo que gobernó tres legislaturas (y cuyo homólogo en la primera tampoco salió precisamente limpio), cambió por completo el escenario.

Montoro está siendo investigado por haber impulsado reformas tributarias presuntamente diseñadas a medida para beneficiar a grandes empresas vinculadas al despacho fiscal del que él mismo había sido socio antes de asumir el cargo. Es decir, leyes hechas “con nombre y apellidos” para quienes, casualmente, también formaban parte de la cartera de clientes de su antiguo bufete.

Este hecho, más allá de su gravedad, simboliza a la perfección lo que algunos ciudadanos sospechaban desde hace tiempo: que lo ocurrido en España durante los últimos 40 años no es un sistema de alternancia entre dos opciones políticas, sino un auténtico reparto del país y de sus recursos entre dos clanes, con distinto color corporativo pero idéntica voracidad.

Al igual que en los años 20 en USA, la Banda de Chicago, las Cinco Familas de NY o el Gang de Detroit se repartían los negocios del juego, la prostitución, la protección y el alcohol, las dos grandes familias políticas de este país, “los azules” y “los colorados”, (con el apoyo de clanes menores como los "recogenueces" o "la banda del tres per cent") han gestionado, con similar disciplina, su propio “negocio”: desde el nepotismo y la corrupción en contratos públicos hasta la prevaricación y, en algunos episodios turbios, el uso de métodos más propios de gánsteres que de políticos (de Amedo y Domínguez a los sicarios presuntamente enviados por el ministro Jorge Fernández para secuestrar en su domicilio a la familia de Bárcenas y recuperar la contabilidad B del Partido Popular).

Si acaso, podríamos reconocer al “gang colorado” un sector donde parece llevar ventaja: el mercado de saunas y clubes de ocio, así como el de las películas X, nichos que domina con notable eficiencia.

Esto, que podría parecer una exageración, no lo es con el actual Código Penal en la mano. Porque ambos partidos cumplirían sobradamente las condiciones para ser imputados como organizaciones criminales (al margen de la responsabilidad personal de los autores materiales) por varios de los delitos imputables a las personas jurídica: cohecho, tráfico de influencias, financiación ilegal de partidos políticos, corrupción en las transacciones comerciales internacionales, blanqueo de capitales o delitos contra la intimidad y descubrimiento de secretos, como mínimo. Multitud de sentencias y procesos penales en curso evidencian la responsabilidad por culpa “in eligendo” e “in vigilando” de ambos partidos (Filesa, Gürtel, Roldán, ERE, Púnica, Marea, Tarjetas Black, Montoro..). Y que no lo estén ya se debe fundamentalmente a que, hasta 2015, se preocuparon muy mucho de excluir a partidos y sindicatos de cualquier responsabilidad penal. Solo por presión de la Unión Europea se corrigió esa “peculiar” laguna en nuestra normativa.

¿Cómo se ha mantenido este escenario durante tanto tiempo?

Por la misma razón que en la América de la Ley Seca: políticos comprados, funcionarios complacientes, policías en nómina y una prensa demasiado cómoda para incomodar a nadie. Un sistema perfecto donde la indignación ciudadana rara vez pasaba de ser un murmullo y donde el ciclo de “quítate tú que ahora me toca a mí” parecía inquebrantable.

Por suerte, la arrogancia y torpeza de unos y otros, junto con la existencia todavía de jueces y policías honestos, pueden evitar que España acabe hundiéndose definitivamente en el lodo. No será fácil, pero la historia ofrece motivos para la esperanza. Ya hemos estado gobernados por ladrones antes: desde el Duque de Lerma —aquel que, para evitar ser ahorcado, se vistió de cardenal— hasta los Romanones o los gánsteres del Gobierno Popular de la Segunda República. Y, aun así, el país logró sobreponerse, demostrando esa fuerza de la que hablaba Bismarck cuando decía que “España es el país más fuerte del mundo, porque los españoles llevan doscientos años intentando destruirla y no lo han conseguido”.

Llegados a este punto, la pregunta no es si se debe actuar, sino cómo. Y quizá la respuesta esté en las palabras de Malone en Los Intocables:

“Él trae un cuchillo… tú llevas un arma… si manda a uno de los tuyos al hospital, tú mandas a uno de los suyos a la morgue. ¡Así es como se hace en Chicago!”

En nuestro caso tal vez no haga falta tanta pólvora, pero sí reformas estructurales (ley electoral, transparencia, separación efectiva de poderes, control institucional) aderezadas con una escoba lo bastante grande para barrer la inmundicia acumulada por décadas de bipartidismo tóxico. Pero eso requerirá, en primer lugar, que nos quitemos la venda de los ojos, tratemos de ver la realidad como es, no como nos gustaría que fuera, y tengamos el coraje de admitir que hemos sido engañados. Y luego la determinación de no permitir que vuelva a repetirse nunca más. Porque  “no se trata solo de atrapar a Capone. Se trata de demostrar que la ley aún significa algo.”


lunes, 14 de julio de 2025

El paraíso multicultural (Buenos días y Allah akbar, por si acaso)

 



Se dice que en cada generación hay un selecto grupo de gilipollas convencidos de que el socialismo no funcionó simplemente porque no lo dirigieron ellos. A ese grupo, plenamente vigente hoy en día, podríamos añadir otro aún más creativo: el de quienes aseguran que la integración del islam en Occidente no está funcionando… porque no la gestionan ellos.

El islam, como casi todos sabemos, ha sido siempre enemigo acérrimo de Occidente, y las diferencias se han resuelto, básicamente, con alfanjes y arcabuces. Y no podía ser de otra forma, antes y ahora. Porque, cuando una religión se presenta también como un sistema político completo —incluyendo normas sobre cómo vestir, qué comer, con quién casarse o qué castigos aplicar—, la convivencia con culturas liberales se vuelve, digamos, intensa. Y no es que quieran imponer su sistema político: es que Dios se lo ordena.

Por eso, el multiculturalismo —esa palabra mágica que arregla todo desde la distancia— empieza a hacer aguas cuando hay que integrar cosmovisiones tan diferentes. Mientras a cualquier occidental le puede parecer bien, higiene aparte, tener un kebab en la esquina, difícilmente veremos a una asociación musulmana aceptando las salchichas en el menú escolar. Y no se van a limitar a pedir que sus niños no las coman, sino que pretenderán (ya lo hacen) que se eliminen del menú, porque la simple existencia del embutido es una ofensa intolerable.

La cosa se pone más interesante cuando llegamos a la vestimenta, las manifestaciones religiosas, la igualdad de género o la orientación sexual… La receta del multiculturalismo funciona muy bien mientras los ingredientes no se repelen entre sí. Pero aquí tenemos una mezcla con una reacción química que produce, como resultado, unos compuestos muy particulares: islam combinado con homosexualidad produce ahorcamiento público; mujer más minifalda origina ramera; paseante con perro es animal impuro; o cerveza con tapa de jamón supone cárcel.

Aun así, nuestros líderes —ese selecto grupo de estrategas que nunca falla una— han decidido que hay que integrar al islam tradicional en las sociedades occidentales. Aunque, en realidad, no se trata tanto de integrarlo como de reconstruir la cultura occidental desde cero y sustituirla por un nuevo modelo dirigido por ellos mismos. Como siempre, por nuestro bien.

El problema es que esto no va a funcionar. No porque seamos malvados intolerantes, sino porque hay realidades que no se pueden reconciliar a base de eslóganes. Cuando se trata de la relación entre Occidente y el islam tradicional, la cosa es simple: o ellos, o nosotros. Y si queremos que el “nosotros” incluya libertades civiles, igualdad de género y separación entre religión y política, tendremos que tomar decisiones algo menos estéticas que los hashtags solidarios.

Eso implicará —¡qué escándalo!— reconsiderar deportaciones masivas de ilegales y delincuentes, proteger las fronteras y eliminar el negocio humanitario de ciertas ONG que, bajo apariencia de compasión, gestionan flujos de personas como si fueran operadores logísticos del caos, eso sí, cobrando sus fletes, tarifas y comisiones. Ahí está Open Arms, por ejemplo, o los acuerdos tácitos con sátrapas de países emisores que están vaciando sus cárceles para exportarnos talento en pateras. El caso de Mohamed VI es digno de estudio: alguien debería darle un premio a la externalización de la delincuencia.

Y todo esto no es teoría conspirativa: basta mirar a Francia, Alemania o, mejor aún, a Suecia. Ese país que fue emblema del civismo nórdico y que, gracias a sus activas políticas pro inmigración se ha convertido en un estercolero multicultural. De Thores y valquirias con estética IKEA, hemos pasado a bandas armadas resolviendo conflictos al margen de las asambleas vecinales. Así, uno de los países más seguros del mundo, en 2023 se posicionó como el segundo país con más muertes por armas de fuego por cada 100.000 habitantes ¡Quién lo podía a suponer!

En España no íbamos a ser menos. Lo de Torre Pacheco no es una excepción, es un avance: la punta del iceberg de esa añorada recuperación de Al-Ándalus (que, para los del turbante, llega hasta Covadonga). De los tiempos en que la integración consistía en “dame un segarro, amigo”, hemos pasado a violaciones grupales, ancianos asaltados por diversión y personajes con machetes deambulando por las calles como parte del mobiliario urbano. Y, además, puesto que en los barrios céntricos, donde viven nuestros solidarios dirigentes, no hay bandas de Menas asaltando a los menores para robarles el móvil o las deportivas, pues fenomenal: “ojos (de político) que no ven, corazón que no siente”.

Y los que consideran que todo esto es racismo, islamismo y xenofobia deberían darle una vuelta al tema de por qué los chinos, por ejemplo, que llevan años conviviendo con nosotros, no han dado nunca lugar a los lamentables episodios que se producen actualmente a diario, aunque los medios tradicionales traten de ocultarlos.

No quisimos ver las barbas del vecino pelar, y ahora tenemos la cuchilla del barbero pegada a nuestro cuello. O reaccionamos pronto, o descubriremos —demasiado tarde— que algunas políticas pueden revertirse, pero otras, como las invasiones culturales consentidas, no. Porque llegará un punto en que los que decidirán si la cosa tiene marcha atrás ya no seremos nosotros. Serán ellos.


miércoles, 2 de julio de 2025

La vuelta a la cesta de los pollos.



Al final va a resultar que el kit de supervivencia de 72 horas que recomendaba la Comisión Europea tenía todo el sentido… al menos en España.

Primero, por los apagones, esa agradable novedad introducida por el Gobierno de Sánchez en nuestras vidas, en pro del noble anhelo de retroceder a la Edad Media tras el pendón del cambio climático.

Pero donde de verdad están pasando la prueba del fuego los dichosos kits es en los viajes en tren. Hoy en día, subirse a un tren en España con solo una maleta es un acto de temeridad. Todo lo que no incluya un bidón de agua, una potabilizadora, raciones de emergencia, linterna, navaja suiza y botiquín básico, es un desafío al destino.

Hemos vuelto a los orígenes, sí, pero con estilo europeo: la cesta de pollos y la tortilla de patatas en los expresos del siglo pasado, hoy se llama “kit de resiliencia personal”.

Aunque ojo, tampoco es recomendable olvidarse del kit en los viajes por carretera. El estado de la red viaria hace posible que caigas en un socavón y tengas que vivir en él durante días, hasta que algún alma caritativa decida enviarte una grúa.

Que un país con infraestructuras modélicas hace apenas 15 años haya llegado a este punto, tras siete años de gobierno socialista, se explica observando atentamente a quienes han estado al frente del Ministerio de Transportes.

Primero, José Luis Ábalos, maestro de formación, cuya experiencia logística más notable fue el transporte de prostitutas en furgonetas desde Valencia al parador de Teruel.

Después, Raquel Sánchez, exalcaldesa de Gavà, que no consideró relevante que los túneles tenían que ser más anchos que los trenes que iban a circular por ellos. ¡Tanta medición ni tanta medición!

Y finalmente, Óscar Puente, el remate perfecto. Más aficionado a los Mercedes todoterreno de lujo que a los trenes, ha conseguido culminar la catástrofe ferroviaria. Hoy, montar en tren en España es como entrar en una versión moderna del cuento de la bruja, y no estaría de más colocar un cartel en cada vagón con la frase:

“De irás y no volverás.”

Eso sí, hay que reconocerles algo: han conseguido el objetivo de la igualdad ferroviaria. Las comunicaciones por tren en Extremadura se han puesto al nivel del resto de España… pero no porque hayan llevado el AVE allí, sino porque lo han desmantelado en todas partes. ¡Arreglao!

Lo único que de verdad tranquiliza es saber que, como se ha visto en las últimas horas, los transportes en furgones hacia las penitenciarías funcionan perfectamente. Esperemos, por nuestro bien, que tengan suficiente capacidad para absorber la creciente demanda.

lunes, 23 de junio de 2025

Juanma el diplomático.



Hace un par de meses, el PP declaraba la guerra a las "falsas embajadas" catalanas y exigía su cierre en el Parlament. Y todo ello supuestamente en defensa de su modelo de “recortar estructuras políticas en favor de la inversión en la mejora de los servicios públicos”. Pues bien, la semana pasada nos enterábamos del fallecimiento de la “Delegada de la Junta de Andalucía en Cataluña”.  Porque resulta que Juanma Moreno, el principal barón del Partido Popular, ha montado una serie de embajadas, pero no en el exterior sino en el interior de España. Son catorce delegados en el resto de comunidades autónomas, a 65-67.000 euros por barba, según complementos, con funciones como "atender a los ciudadanos andaluces en el exterior", es decir, en Badajoz o en Pontevedra.

Este es el partido que, de vez en cuando, se escandaliza por el uso de pinganillos en el Congreso, alegando que los españoles no necesitan traducción para entenderse, y al mismo tiempo mantiene estructuras institucionales que replican entre comunidades lo que critican en el exterior. Lo irónico es que ni siquiera ha hecho valer su mayoría absoluta en el Senado para eliminar los pinganillos. Parece que el ruido solo molesta cuando lo provocan otros.

La muerte de la delegada de la Junta de Andalucía en Cataluña ha puesto nuevamente el foco sobre estas oficinas autonómicas que no son sino parte de una red clientelar que convierte los boletines oficiales en catálogos de favores y cuotas. El problema no es la corrupción que revelan las escuchas de Koldo porque, al menos, esa puede combatirse en vía policial y judicial. El problema es la que brota todos los días y a la vista de todos en los múltiples boletines oficiales, porque goza de la impunidad más absoluta.

Vivimos en un sistema donde la corrupción no solo se tolera, sino que se administra desde las estructuras mismas del poder. Los nombramientos, contratos y subvenciones se reparten entre afines como parte de un juego político donde lo privado se suplanta por lo público y, paradójicamente, lo público se privatiza en beneficio de partidos, familias y redes de influencia.

Y mientras tanto, se repite la farsa de la alternancia: PSOE y PP se turnan el poder como si eso fuera suficiente para hablar de democracia. Pero no hay regeneración posible cuando los mecanismos politicos están controlados por quienes se benefician del deterioro institucional. La ranciedumbre de nuestro sistema político nos lleva hasta el podrido sistema de la restauración y a la frase atribuida a Alfonso XII en su lecho de muerte, dirigida a su mujer: “Cristinita, de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas”. Todos sabemos cómo acabó aquello. Porque el bipartidismo no es una garantía de estabilidad; es un dique contra cualquier transformación real. Son las dos caras de la misma moneda.