miércoles, 1 de octubre de 2025

La “Flotilla por la Libertad”, o la Armada Brancaleone.

 


Tras un mes de travesía para una ruta que, con las condiciones de mar y viento reinantes, no debería haber llevado más de doce días, la Flotilla por la Libertad se acerca finalmente a las costas de Gaza. Lo que en los comunicados iniciales se presentaba como una misión trascendental y urgente —romper el bloqueo con ayuda humanitaria— se ha convertido  en un crucero mediterráneo, con capítulos que podrían haber firmado Santiago Segura o Fernando Esteso.

La aventura arrancó en Barcelona envuelta en la más pura épica progre. Entre sirenas y banderas palestinas, la escuadra se hizo a la mar en olor, que no en loor, de multitudes. Pero se desinfló a pocas millas de la costa, probablemente por el mareo de unos tripulantes más curtidos en batucadas de barrio y comunas humeantes que en aventuras marineras.

Para sobreponerse del mal trago inicial, hicieron escala en Menorca por supuestos “problemas técnicos”. Lo que no previeron es que la aplicación Marine Traffic los delataría, mostrando que, en lugar de reparar averías en puerto, estaban tomando el sol y dándose baños en las calas menorquinas: Palestina puede esperar.

La ruta continuó hacia Túnez, escala oficialmente destinada a “incorporar nuevos barcos”. El tiempo de espera de los nuevos argonautas se llenó con clases improvisadas de bailes regionales y, para añadir dramatismo, un supuesto ataque de drones israelíes. Y como los derviches entraban en trance religioso para la batalla, los aguerridos marineros por la libertad la afrontaron en trance psicotrópico. Porque, de otra forma, no se explica que los supuestos drones fueran en realidad bengalas de emergencia, lanzadas alegremente por algún eufórico tripulante, que estuvieron a punto de hundir uno de los barcos.

El avance, desesperadamente lento, provocó incluso cambios en el liderazgo. Greta Thunberg anunció su “dimisión simbólica” como madrina ambiental, denunciando que la flotilla produce más memes que resistencia. Las malas lenguas dicen que ya ni los del sector vegano la soportaban. En su lugar emergió la surrealista Barbie Gaza, con chaleco salvavidas de quita y pon, pañuelo palestino y mucho contoneo de caderas para marcar el rumbo. 

También hubo algo más que dimes y diretes entre las “distintas sensibilidades”. Así el coordinador de la flotilla, un tal Khaled Boujemâa, dimitió en protesta por la presencia de activistas LGBTQI en la flotilla. Según manifestó, nadie le había avisado de que en los barcos había tanto ambiente.

A las pausas técnicas y de reagrupamiento se sumó la “gran tormenta”: olas de tres metros que —según la propia Barbie— ponían en riesgo la misión. Aquí otra vez la aplicación Windy reveló que eran menos metros, apenas uno, lo que apunta a que el oleaje era producido por el calimocho o por la falta de ánimo de quienes saben que cada milla hacia Gaza los acerca a las patrulleras israelíes.

Hubo un momento de euforia cuando Italia, España y Turquía anunciaron el envío de unidades navales en apoyo de la Invencible. Pero poco dura la alegría en casa del okupa y pronto los supuesto salvadores avisaron de que no iban a gastar pólvora en la aventura, y aconsejaron a los aventureros dar la vuelta para casa, que se enfría la cena.

Así, la flotilla ha terminado convertida en una Armada Brancaleone náutica. Como aquel ejército de andrajosos medievales, estos perroflautas avanzan entre cánticos, percances y ridículos, convencidos de estar escribiendo una epopeya. Lo que debía ser cruzada ha devenido en sainete, y lo que aspiraba a ser gesta se parece más a una comparsa flotante en busca de tiktoks e historias de Instagram.

En la película de Monicelli, Vittorio Gassman lideraba a un grupo de famélicos convencidos de su misión caballeresca. Aquí, no hay nadie en el puente y la única la brújula de la armada improvisada es el wokismo de manual y los vapores del cannabis. No tengo claro que, con semejantes coordenadas, puedan desafiar al poder militar más sofisticado de Oriente Medio.

Ahora, frente a Gaza, se avecina el desenlace. El telón está a punto de caer y el aire huele a clímax trágico. Porque, en toda tragicomedia, lo que empieza en risas suele terminar en llanto. Y la historia y el cine coinciden: en estas empresas al final se muere el más tonto. El problema es que en la flotilla hay muchos candidatos al puesto.



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