A estas alturas del juego, culpar
a Pedro Sánchez de la deriva democrática de España es como culpar al peón por
perder una partida de ajedrez. El problema no es el peón. El problema es el
tablero. Y en este tablero, la Unión Europea no solo mueve fichas: las fabrica,
las pinta y, cuando conviene, las barre debajo de la alfombra.
Es cierto que Sánchez hace y
deshace a su antojo en España, sin reparar en gastos, corruptelas, nepotismo ni
desvergüenza, hasta el punto de que no hay delito que no le sea imputable a él
y los suyos. Pero no nos engañemos: su margen de maniobra es el que le dan
quienes realmente mandan. Y esos están en Bruselas. Si hubieran querido, ya
habrían hecho sonar la campana hace tiempo.
¿Se acuerdan de cuando la sombra
de los hombres de negro planeaba sobre las cuentas públicas españolas por
superar el déficit del 3%? Ahora Sánchez se chulea alegremente los fondos Next
Generation, sin informar siquiera de a quién se ha pagado, y no pasa nada. ¿Y
las advertencias sobre la politización del poder judicial? Todavía estamos
esperando las sanciones. Corrupción, ataques a la independencia judicial,
asaltos a las instituciones, incluida la policía… Todo eso suena muy grave,
hasta que lo comete alguien de la familia.
Porque si Europa pusiera pie en
pared con Sánchez, ¿qué haríamos entonces con Von der Leyen y sus
conversaciones con Pfizer, guardadas bajo más llaves que los archivos del
Vaticano? ¿O con la votación anulada en Rumanía porque, según el comisariado,
los bots rusos suplantaron la voluntad de los electores, como si estuviéramos
en una secuela de La invasión de los ultracuerpos? ¿O con la utilización
de esa nueva Stasi alemana, camuflada de Oficina para la Protección de la
Constitución, para elaborar informes que permitan ilegalizar a los partidos políticos
contrarios al régimen?
Sánchez no es un cáncer aislado.
Es el síntoma más claro de una enfermedad sistémica.
La UE se rasga las vestiduras con
Orbán o Meloni, pero la Emperatriz de la Galaxia invita a Pedro a cenar y le
pone caritas, sin importarle que en España se haya normalizado la demolición
del Estado de derecho hasta extremos de náusea. Porque Sánchez, al fin y al
cabo, es un peón obediente. Uno de los suyos que hace lo que se espera de él.
No molesta a los grandes fondos de capital, ni a los burócratas, ni a los
gigantes farmacéuticos. Ni se le ocurre.
Y mientras en España no deja a
nadie indiferente —los de su banda le quieren, aunque él los desprecie, y la
mayoría lo detesta— en Bruselas lo ven como lo que realmente es: prescindible.
Sustituible. Perfectamente intercambiable por otra marioneta con buena facha y
cero escrúpulos. Sin ir más lejos, Feijoó acaba de confirmar su disposición a ocupar
el puesto, votando en contra de la comisión de investigación sobre los
contratos de Úrsula con Pfizer. Porque lo importante no es el nombre del
presidente del gobierno. Lo importante es que el engranaje siga girando.
Así que mejor no nos engañemos, el problema no es
Sánchez. El problema es el ecosistema que lo hace posible. Un ecosistema que no
solo tolera la corrupción, la opacidad y el autoritarismo, sino que las cultiva
de forma intensiva, mientras se envuelve en banderas azules con estrellitas
doradas.