martes, 22 de abril de 2025

LA MUERTE LO SANTIFICÓ.

 



Mi padre utilizaba la frase que encabeza este post cuando entregaba la cuchara alguien que podía considerarse “discutible”. Y de lo que no cabe duda es de que la figura del Papa Francisco es discutida y discutible. Curiosamente, quienes parecen discutirla menos son aquellos del sector de los enemigos tradicionales de la Iglesia. Es casi unánime la tristeza (verdadera o impostada) que ha sembrado el óbito del pontífice entre comunistas, globalistas, islamistas, progresistas y un largo listado de “istas”, caracterizados tradicionalmente por su desapego —cuando no hostilidad manifiesta— hacia todo lo que oliera a incienso.

Por el contrario, y aunque dentro de una prudencia muy contenida, entre los propios católicos la figura de Francisco suscitaba división de opiniones. Yo no tengo muy claro si su pontificado ha sido premiado al terminar con más pitos o con más palmas.

Carezco de datos para poder enjuiciar en profundidad el papado de Francisco I, y además sería una osadía pretenderlo. Pero si lo comparo con otros papas cuyos pontificados he conocido, la diferencia que veo entre aquellos y este —y todos han sido discutidos— es la transparencia y la verdad que emanaban los anteriores, frente al velo que envolvía la figura del último. Porque hay cosas de este Papa que nunca he conseguido explicarme.

La primera es su negativa tajante a viajar a España en más de 12 años de mandato, durante los cuales visitó 60 países, algunos tan exóticos como Madagascar. Un pontífice argentino y jesuita no encontró ocasión para viajar al país que vio nacer a San Ignacio, fundador de su orden, con motivo de su quinto centenario. Tampoco para celebrar el de Santa Teresa de Jesús, figura universal e indiscutible de la Iglesia Católica. Ni siquiera honró con su presencia al apóstol Santiago en el Año Santo compostelano. No sería por la distancia, ni por la escasa relevancia de los temas, ni por barreras idiomáticas. En cualquier caso, el agravio de la cabeza de la Iglesia Católica hacia la nación que la hizo universal es muy difícil de explicar. Cuando se le preguntó por el tema, dejó aquella frase misteriosa de: “Iremos cuando haya paz”. Si la causa de su omisión es su carácter argentino (ellos son así), u otra más conspiranoica, que prefiero guardarme, nunca lo sabremos.

La segunda, y mucho más importante, es su papel durante la pandemia. El entreguismo de la Iglesia Católica a las directrices de mandatarios que tomaron decisiones en muchos casos contrarias a las leyes civiles, al sentido común y a la caridad cristiana, es digno de estudio. No olvidaré la imagen del sacerdote anciano que quiso celebrar misa en solitario desde la puerta de su parroquia —separada de la vía pública— con unos altavoces, siendo conminado a recoger cálices y biblias por un par de policías municipales sin autoridad ni criterio. Tampoco olvidaré que nadie en la jerarquía eclesiástica se rebeló ni opinó sobre esa ni otras restricciones totales —y sin fundamento— a la práctica de las creencias religiosas de los ciudadanos en un momento tan duro para ellos.

Miles de católicos murieron privados, en el instante más trascendental, del auxilio espiritual de los ministros de su Iglesia. De repente, los sacramentos, esencia de la religión católica, fueron encerrados en el trastero, a la espera de que individuos tan despreciables como Macron, Sánchez o similares dieran la señal para “desenvolverlos” y volverlos a sacar. Parece que la preocupación del Papa —y en general de la jerarquía eclesiástica— estuvo más ligada a cumplir estrictamente las restricciones impuestas por el poder civil y no ofender a la opinión pública, que a pastorear al rebaño de Cristo. Es cierto que no se conocía con certeza la peligrosidad del virus, pero creo que entre desafiar al emperador —asumiendo el riesgo de enfrentarse a los leones en la arena— y rendirse con armas y bagajes, suspendiendo incondicionalmente el ministerio sacerdotal, había términos medios.

No dice mucho de la valentía del Papa y sus ministros el hecho de que los dignatarios seglares fueran más audaces que ellos, desafiando sus propias prohibiciones para irse de francachela. Curiosamente, las exhortaciones más notables del Papa durante la pandemia fueron para inducir a los católicos a vacunarse, como si ponerse inyecciones fuera parte del Credo.

En fin, Dios me libre de juzgar al Papa en el momento de su muerte. Tendrá que dar explicaciones al de las llaves, como todos nosotros. Solo puedo decir que siempre he sido partidario de los líderes que lo dan todo por su equipo, sin importarles demasiado lo que opinen los hinchas rivales, frente a aquellos que son más aplaudidos cuando juegan fuera de casa.

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