Mi padre utilizaba la frase que
encabeza este post cuando entregaba la cuchara alguien que podía considerarse
“discutible”. Y de lo que no cabe duda es de que la figura del Papa Francisco
es discutida y discutible. Curiosamente, quienes parecen discutirla menos son
aquellos del sector de los enemigos tradicionales de la Iglesia. Es casi
unánime la tristeza (verdadera o impostada) que ha sembrado el óbito del
pontífice entre comunistas, globalistas, islamistas, progresistas y un largo
listado de “istas”, caracterizados tradicionalmente por su desapego —cuando no
hostilidad manifiesta— hacia todo lo que oliera a incienso.
Por el contrario, y aunque dentro
de una prudencia muy contenida, entre los propios católicos la figura de
Francisco suscitaba división de opiniones. Yo no tengo muy claro si su pontificado
ha sido premiado al terminar con más pitos o con más palmas.
Carezco de datos para poder
enjuiciar en profundidad el papado de Francisco I, y además sería una osadía
pretenderlo. Pero si lo comparo con otros papas cuyos pontificados he conocido,
la diferencia que veo entre aquellos y este —y todos han sido discutidos— es la
transparencia y la verdad que emanaban los anteriores, frente al velo que
envolvía la figura del último. Porque hay cosas de este Papa que nunca he
conseguido explicarme.
La primera es su negativa tajante
a viajar a España en más de 12 años de mandato, durante los cuales visitó 60
países, algunos tan exóticos como Madagascar. Un pontífice argentino y jesuita
no encontró ocasión para viajar al país que vio nacer a San Ignacio, fundador
de su orden, con motivo de su quinto centenario. Tampoco para celebrar el de
Santa Teresa de Jesús, figura universal e indiscutible de la Iglesia Católica.
Ni siquiera honró con su presencia al apóstol Santiago en el Año Santo
compostelano. No sería por la distancia, ni por la escasa relevancia de los
temas, ni por barreras idiomáticas. En cualquier caso, el agravio de la cabeza
de la Iglesia Católica hacia la nación que la hizo universal es muy difícil de
explicar. Cuando se le preguntó por el tema, dejó aquella frase misteriosa de:
“Iremos cuando haya paz”. Si la causa de su omisión es su carácter argentino
(ellos son así), u otra más conspiranoica, que prefiero guardarme, nunca lo
sabremos.
La segunda, y mucho más
importante, es su papel durante la pandemia. El entreguismo de la Iglesia
Católica a las directrices de mandatarios que tomaron decisiones en muchos
casos contrarias a las leyes civiles, al sentido común y a la caridad
cristiana, es digno de estudio. No olvidaré la imagen del sacerdote anciano que
quiso celebrar misa en solitario desde la puerta de su parroquia —separada de
la vía pública— con unos altavoces, siendo conminado a recoger cálices y
biblias por un par de policías municipales sin autoridad ni criterio. Tampoco
olvidaré que nadie en la jerarquía eclesiástica se rebeló ni opinó sobre esa ni
otras restricciones totales —y sin fundamento— a la práctica de las creencias
religiosas de los ciudadanos en un momento tan duro para ellos.
Miles de católicos murieron
privados, en el instante más trascendental, del auxilio espiritual de los
ministros de su Iglesia. De repente, los sacramentos, esencia de la religión
católica, fueron encerrados en el trastero, a la espera de que individuos tan
despreciables como Macron, Sánchez o similares dieran la señal para “desenvolverlos”
y volverlos a sacar. Parece que la preocupación del Papa —y en general de la
jerarquía eclesiástica— estuvo más ligada a cumplir estrictamente las
restricciones impuestas por el poder civil y no ofender a la opinión pública,
que a pastorear al rebaño de Cristo. Es cierto que no se conocía con certeza la
peligrosidad del virus, pero creo que entre desafiar al emperador —asumiendo el
riesgo de enfrentarse a los leones en la arena— y rendirse con armas y bagajes,
suspendiendo incondicionalmente el ministerio sacerdotal, había términos
medios.
No dice mucho de la valentía del Papa
y sus ministros el hecho de que los dignatarios seglares fueran más audaces que
ellos, desafiando sus propias prohibiciones para irse de francachela.
Curiosamente, las exhortaciones más notables del Papa durante la pandemia
fueron para inducir a los católicos a vacunarse, como si ponerse inyecciones
fuera parte del Credo.
En fin, Dios me libre de juzgar
al Papa en el momento de su muerte. Tendrá que dar explicaciones al
de las llaves, como todos nosotros. Solo puedo decir que siempre he sido partidario de los líderes que lo dan todo por su equipo, sin importarles
demasiado lo que opinen los hinchas rivales, frente a aquellos que son más aplaudidos
cuando juegan fuera de casa.
Completamente de acuerdo.
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