lunes, 3 de marzo de 2014

Las pelotas de goma, las “concertinas” y la capa de San Martín.


 

Los sucesos de la verja de Melilla han reabierto el debate sobre la inmigración. La cifra de inmigrantes fallecidos no puede dejar indiferente a nadie y así, al hilo de la desgracia de esta pobre gente, que busca desesperadamente huir de la miseria, cuando no de la persecución, se han alzado las voces, solidarias? de políticos y periodistas varios. Y, en su crítica, no han dudado en disparar contra todo lo que se mueve, empezando por una Guardia Civil que, defendiendo nuestras fronteras, solo cumple órdenes, y que ha dado muestras reiteradas de solidaridad con los ocupantes de las pateras.

Pero la nota común a las opiniones que se vierten en los diversos foros es la hipocresía, cuando no la cobardía, de quienes se arrogan el título de solidarios, sin pensar en realizar por un momento una reflexión coherente y honrada sobre el problema. Porque lo que está en cuestión no son las famosas concertinas o las pelotas de goma. Eso son anécdotas, utilizadas en muchos casos de forma miserable, hasta el punto de ser criticadas, en el colmo de la desvergüenza, por la oposición socialista, que fue quien las instauró cuando estaba en el gobierno. O por esa nórdica comisaria europea, juzgando los toros desde una barrera situada a miles de kilómetros de distancia. Por no hablar de periodistas como la presentadora estrella que, al sentirse pillada en un renuncio, se atrevió a mentir de la forma más impúdica, afirmando que acoge personalmente a inmigrantes en su casa.
 

La verdadera cuestión es que, para millones de subsaharianos, Europa es un paraíso, por comparación con el infierno en el que habitan, y están dispuestos a arriesgar sus vidas, y las de quien trate de impedir su propósito, con tal de llegar a él. Y que los europeos no podemos limitarnos a debatir sobre concertinas o muros sino sobre una cosa mucho más importante: dejamos entrar a todos los inmigrantes que quieran venir o mantenemos los límites actuales? Porque límites y barreras van indefectiblemente unidos.
 

De la respuesta que demos depende nuestro modo de vida, pues el problema no estriba en tener a los inmigrantes a este lado de la verja, sino en partir nuestra capa con ellos, igual que hizo San Martín con el pobre. Y partir la capa no es hacinarlos en guettos, como ciudadanos de tercera, privados de las mínimas condiciones de vida dignas según los estándares europeos. Se trata de integrarlos, proporcionándoles trabajo, sanidad y educación. Y así, deberemos preguntarnos si estamos dispuestos a ceder nuestro puesto en la lista de espera para una operación quirúrgica a un camerunés. O si queremos que las clases de nuestros hijos pasen de tener 25 o 30 alumnos a 40, 10 de ellos con necesidades especiales. O si estamos por la labor de repartir nuestro subsidio de desempleo con un senegalés. O si permitiremos que un guineano sea llamado a un puesto de trabajo antes que nosotros. Sin olvidar que, al jubilarnos, deberemos compartir nuestras pensiones con todos ellos.
 

Si estamos dispuestos a eso, propongámoslo abiertamente y aceptémoslos con verdadera solidaridad. En caso contrario, lo mejor que podemos hacer es agachar la cabeza y guardar silencio. Porque cuando escucho las voces compasivas de políticos, famosos  y periodistas, que viven en barrios  donde los únicos inmigrantes que entran lo hacen por la puerta de servicio para desempeñar tareas domésticas, no puedo evitar una mueca de asco ante tanta hipocresía. Si elegimos envolvernos en nuestra capa, tengamos la decencia al menos de no burlarnos de los pobres criticando las pelotas de goma, que no son otra cosa que el cordón para afianzarla sobre nuestros hombros.
 

 

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