El concepto de Smart City se está
convirtiendo en moneda común de foros y medios de comunicación. A pesar de seguirlo
con interés, me sorprende la vaguedad con que es definido por sus promotores. Hablan
de ciudades integradas, inteligentes, sostenibles y una serie de conceptos
indeterminados, sin precisar el término con claridad. A mí, en tanto se
desarrolla definitivamente, se me ocurren algunos peros.
En primer lugar que la idea, bajo
las vestiduras de la modernidad, es casi tan antigua como el mundo. Tomás Moro diseñó,
hace 500 años, la ciudad de Utopía y sus casas sostenibles, con una puerta a la
calle y otra al huerto, donde los ciudadanos participaban en el gobierno mediante
los sigrofantes (representantes de las familias) ahora sustituidos por apps
para los smartphones. Por no hablar, ya en el siglo XX, de las urbes ideadas
por los regímenes comunistas, con sus amplias avenidas desembocando en una gran
plaza donde radicaban las sedes gubernativas, a las que fueron desplazadas
masivamente poblaciones que vivían en preciosos pueblos tradicionales, como
sucedió en la Rumanía de Ceaucescu.
Pero sobre todo me preocupa que,
bajo el disfraz de la tecnología y el fomento de la participación ciudadana, se
diseñe una ciudad en la que se generan flujos de información canalizados de
forma desigual. Y así surja una metrópolis teledirigida desde arriba, un
macroexperimento de ingeniería social similar a los que realizaron los países
totalitarios, sustituyendo, como diseñador, al antiguo burócrata del régimen
por un consultor. Efectivamente, hace poco un “experto en city marketing” decía
en un artículo que “nuestras ciudades necesitan ser rediseñadas y los
profesionales de la ciudad tienen muy claro cuáles son las líneas maestras de
este trabajo.” Sorprendentemente, el experto no se planteaba en ningún momento preguntar
a los ciudadanos, que son quienes pagan y han de vivir en ellas, si están de
acuerdo con esas líneas maestras, para lo cual no estaría de más explicar claramente
en qué consisten.
A la espera de ver algún
prototipo de Smart City plenamente realizado, reconozco que me produce cierta
aprehensión ese concepto de ciudad futurista, inteligente, domótica y, en suma,
despersonalizada. El alma de las ciudades nunca ha estado en sus ladrillos y,
mucho menos, en los sistemas de calefacción o la regulación de los semáforos.
Roma es maravillosa con su caótica circulación, y la vida nocturna de Berlín o
de Río de Janeiro nada tiene que ver con el diseño de los arquitectos. El alma
reside en sus bares, horarios, comidas, conciertos o espectáculos callejeros,
en suma, en lo que sus habitantes libremente deciden que sea su ciudad.
Pero me temo que los poderes
públicos acojan la idea de ciudades inteligentes con entusiasmo, si la
inteligencia la controlan ellos y les permite
aumentar su intromisión en la esfera de la ciudadanía, en mayor medida aún de lo
que ya lo hacen. Aunque no estaría yo seguro de que los ciudadanos cambien la
libertad para elegir su forma de vida por la “libertad” de opinar a través de
un Smartphone.
Pienso que es fundamental
conjugar la aspiración legítima a una ciudad más sostenible con el respeto a la
libre elección por los ciudadanos de su arquetipo de núcleo urbano, incluso
permaneciendo al margen del nuevo modelo tecnológico. De lo contrario, se puede
generar un rechazo que haga pasar de moda las Smart Cities antes de que
consigamos entender bien en qué consisten. No olvidemos que Utopía nunca llegó a
convertirse en realidad porque los contemporáneos de Tomás Moro no compartieron
su visión.
No es más que un nuevo camelo, que sustituye otros viejos camelos.
ResponderEliminarHace falta mucha cara para vender plagios jorobados de ideas más antiguas que el hilo negro.