domingo, 28 de julio de 2013

Nuestro tren.



Con el Renacimiento, el hombre se convierte en la medida de todas las cosas. Frente a la ignorancia del mundo medieval, se abre una nueva era en que la Naturaleza podía ser comprendida y, por añadidura, sometida. Mas, a pesar del afán del ser humano por manejar su destino, periódicamente una catástrofe viene a dejar patente su insignificancia, como siglos antes en Babel, donde el Dios del Antiguo Testamento se valió de la confusión para demostrar a los hombres sus limitaciones.
La tragedia en Compostela nos ha recordado eso que el orgullo trata de ocultarnos: que toda nuestra vida es una carrera por una vía cuya estación término, cualquiera que sea la duración del viaje, es la muerte. Este accidente desgraciado ha provocado el desconcierto en los españoles, que tratan de volver a la certidumbre encontrando una causa o un culpable que les restituya la tranquilidad y el control. Vano intento de exorcizar nuestros miedos!
En estos tiempos de soberbia desmedida, muchos ilusos se permiten pronunciar la estúpida frase “lo quiero todo y lo quiero ya”. Y por querer, algunos hasta quieren la fuente de la eterna juventud, pretendiendo perpetuar su belleza (original o impostada) e incluso su existencia (patéticas las ilusiones sobre clones y órganos de repuesto) a través de los avances científicos. Pero la vida viene a ponerlo todo en su sitio, a veces de forma tan amarga como un accidente ferroviario.
No pretendamos convertirnos en dioses porque nunca seremos por completo dueños de nuestro destino. Las cosas pasan y muchas veces no necesitan una explicación: un despiste, un error, la fatalidad, hacen que la rueda de la fortuna gire y pasemos del cielo al abismo sin que medie causa justificada. Obviando a los pobres miserables que buscan  sacar tajada de la desdicha y el dolor de otros, y que solo merecen profundo desprecio, es  inútil el esfuerzo de quienes, aun de buena fe, intentan racionalizarlo todo y buscar un chivo expiatorio, sea maquinista o político. Al final se trata de conseguir un imposible: elevarse por encima de la incertidumbre.
Porque ningún mecanismo de frenada, automatismo ni inversión conseguirá evitar que, cada día que salimos de casa, pueda ser el último. Cuando por fin aprendamos eso, quizá, al tomar conciencia de nuestra pequeñez, nos sea más fácil despojarnos de nuestros miedos y afrontar la vida con mayor entrega y  generosidad. Paradójicamente, eso nos hará grandes.
Descansen en paz las víctimas de Santiago. Su viaje ha terminado y esperamos que estén en una vida mejor. Ojalá su trágico fin nos sirva para aprender algo y humillar nuestra soberbia. Tal vez la lección nos ayude a los demás hacer el resto de nuestro recorrido de forma más digna para que, cuando lleguemos a la estación final, hayamos merecido el recuerdo de los que se quedan y el eterno descanso. Será el mejor homenaje que podremos rendirles.

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