domingo, 27 de julio de 2025

Mentiras arriesgadas

 


En España, ya no hace falta Netflix para encontrar ficción: basta con leer los currículums de nuestros políticos. En cuestión de días, una oleada de expedientes “creativos” ha dejado claras dos verdades: la primera, que de un político no te puedes creer ni la filiación, y la segunda, que la formación de quienes nos gobiernan tiene más agujeros que un queso suizo.

El fuego mediático lo encendió Noelia Núñez, flamante vicesecretario de movilización y reto digital del PP, que se presentaba como una empollona, capaz de compaginar su actividad política con estudios de Derecho, Ciencias Jurídicas y Filología Inglesa. “Hay tiempo para todo si te esfuerzas”, decía con desparpajo la impostora. Hasta que descubrimos que lo único que había sacado durante el tiempo que pasó en la universidad era un envidiable bronceado.

Pero no está sola en el partido. Juanma Moreno Bonilla, por ejemplo, empezó presentándose como licenciado en Económicas y su currículum se ha ido encogiendo con cada legislatura: ahora puede presumir de un cursillo en protocolo y un máster de esos sobre “liderazgo en la administración” que se imparten en escuelas privadas, hechos a medida para políticos, cómo no, con factura al contribuyente.

En el PSOE, lo de los falsear títulos es casi una religión. Óscar Puente tiene un máster expedido por una fundación afín al partido (por asistir, básicamente, a un campamento juvenil para futuros cuadros socialistas); el ingeniero Patxi López consiguió no pasar de primer curso en diez años de ingeniería (sus padres aún deben de estar orgullosos); y Pedro Sánchez sigue ostentando una tesis doctoral que no sabemos si es de política, de ficción o un copia-pega del “Rincón del Vago”. Han conseguido la excelencia en la materia hasta el punto de otorgar cátedras universitarias a personas sin estudios para que expidan títulos a los demás. ¡Toma del frasco!

Si echamos la vista atrás, la diferencia asusta. Los tecnócratas del franquismo y los ministros de Suárez, González o Aznar tenían carreras profesionales sólidas, oposiciones ganadas a pulso o experiencia empresarial o académica real. Podían ser brillantes o mediocres en su gestión (y muchos se revelaron como auténticos chorizos), pero al menos sus currículums no se deshacían al contacto con la realidad.

La cuesta abajo empezó con Zapatero, que aplicó al pie de la letra la máxima del mediocre: rodearse de personajes aún más mediocres para que nadie le hiciera sombra. Desde entonces, la prioridad ha pasado de la preparación a la cuota de paridad, el marketing y, sobre todo, la obediencia ciega al líder. El nuevo modelo es claro: obediencia primero, currículum después. No faltan personas preparadas en España, pero a los partidos no les interesan. Un ministro con ideas propias y jerarquía es un problema. Un ministro obediente, aunque su única experiencia previa sean años de peloteo al líder de turno, desde la temprana afiliación a las juventudes del partido, es una apuesta segura.

Cuando el torero Juan Belmonte le preguntó a un antiguo banderillero suyo, nombrado gobernador de Huelva, cómo se había metido en política, recibió la genial repuestas “ea, maestro, degenerando”. Pues ahora, a fuerza de degenerar, llegamos a la frase culmen de la ministra Yolanda Díaz —auténtica zote, cuyo currículum previo al ministerio cabe en una servilleta—: “Me encantaría que tuviéramos un ministro o una ministra limpiadora o albañil”. A estas alturas yo propongo lo contrario: que los ministros actuales dejen el maletín y cojan la fregona. No por populismo, sino por utilidad pública. Así, al menos, harían algo productivo entre rueda de prensa y rueda de molino.

Porque, si de desbarrar se trata, prefiero un gobierno de limpiadoras antes que uno de licenciados de pega. Las primeras saben madrugar, rendir cuentas y dejar el suelo limpio. Los segundos solo dominan la técnica de barrer debajo de la alfombra… especialmente cuando se trata de su propio currículum.

domingo, 20 de julio de 2025

“Nunca vayas contra la familia (política)”

 


En un post anterior hablaba de los inconvenientes del bipartidismo español, esa coreografía política que podríamos resumir con la frase: “de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas”.

Muchos aún creen que esa alternancia pactada entre “los míos” y “los tuyos” es el modelo perfecto de estabilidad: un carrusel democrático que siempre vuelve al mismo sitio, pero con diferente pegatina en la puerta.

Los últimos días, el bombardeo de noticias sobre corrupción en el PSOE, dignas de un manual de delincuencia organizada (enchufismo, chanchullos en contrataciones, fraudes en subvenciones, dinero tropical en Dominicana y Venezuela, nepotismo al cubo… aderezado con un desfile de “chicas de la vida” y grabación de películas porno en saunas gay) han puesto en cuestión este supuesto equilibrio. Parecía que, tras tantas revelaciones, había llegado el momento de pasar página y cambiar de turno, hasta que llegó la noticia que rompió el guion. La imputación de Cristóbal Montoro, Ministro de Hacienda del partido alternativo que gobernó tres legislaturas (y cuyo homólogo en la primera tampoco salió precisamente limpio), cambió por completo el escenario.

Montoro está siendo investigado por haber impulsado reformas tributarias presuntamente diseñadas a medida para beneficiar a grandes empresas vinculadas al despacho fiscal del que él mismo había sido socio antes de asumir el cargo. Es decir, leyes hechas “con nombre y apellidos” para quienes, casualmente, también formaban parte de la cartera de clientes de su antiguo bufete.

Este hecho, más allá de su gravedad, simboliza a la perfección lo que algunos ciudadanos sospechaban desde hace tiempo: que lo ocurrido en España durante los últimos 40 años no es un sistema de alternancia entre dos opciones políticas, sino un auténtico reparto del país y de sus recursos entre dos clanes, con distinto color corporativo pero idéntica voracidad.

Al igual que en los años 20 en USA, la Banda de Chicago, las Cinco Familas de NY o el Gang de Detroit se repartían los negocios del juego, la prostitución, la protección y el alcohol, las dos grandes familias políticas de este país, “los azules” y “los colorados”, (con el apoyo de clanes menores como los "recogenueces" o "la banda del tres per cent") han gestionado, con similar disciplina, su propio “negocio”: desde el nepotismo y la corrupción en contratos públicos hasta la prevaricación y, en algunos episodios turbios, el uso de métodos más propios de gánsteres que de políticos (de Amedo y Domínguez a los sicarios presuntamente enviados por el ministro Jorge Fernández para secuestrar en su domicilio a la familia de Bárcenas y recuperar la contabilidad B del Partido Popular).

Si acaso, podríamos reconocer al “gang colorado” un sector donde parece llevar ventaja: el mercado de saunas y clubes de ocio, así como el de las películas X, nichos que domina con notable eficiencia.

Esto, que podría parecer una exageración, no lo es con el actual Código Penal en la mano. Porque ambos partidos cumplirían sobradamente las condiciones para ser imputados como organizaciones criminales (al margen de la responsabilidad personal de los autores materiales) por varios de los delitos imputables a las personas jurídica: cohecho, tráfico de influencias, financiación ilegal de partidos políticos, corrupción en las transacciones comerciales internacionales, blanqueo de capitales o delitos contra la intimidad y descubrimiento de secretos, como mínimo. Multitud de sentencias y procesos penales en curso evidencian la responsabilidad por culpa “in eligendo” e “in vigilando” de ambos partidos (Filesa, Gürtel, Roldán, ERE, Púnica, Marea, Tarjetas Black, Montoro..). Y que no lo estén ya se debe fundamentalmente a que, hasta 2015, se preocuparon muy mucho de excluir a partidos y sindicatos de cualquier responsabilidad penal. Solo por presión de la Unión Europea se corrigió esa “peculiar” laguna en nuestra normativa.

¿Cómo se ha mantenido este escenario durante tanto tiempo?

Por la misma razón que en la América de la Ley Seca: políticos comprados, funcionarios complacientes, policías en nómina y una prensa demasiado cómoda para incomodar a nadie. Un sistema perfecto donde la indignación ciudadana rara vez pasaba de ser un murmullo y donde el ciclo de “quítate tú que ahora me toca a mí” parecía inquebrantable.

Por suerte, la arrogancia y torpeza de unos y otros, junto con la existencia todavía de jueces y policías honestos, pueden evitar que España acabe hundiéndose definitivamente en el lodo. No será fácil, pero la historia ofrece motivos para la esperanza. Ya hemos estado gobernados por ladrones antes: desde el Duque de Lerma —aquel que, para evitar ser ahorcado, se vistió de cardenal— hasta los Romanones o los gánsteres del Gobierno Popular de la Segunda República. Y, aun así, el país logró sobreponerse, demostrando esa fuerza de la que hablaba Bismarck cuando decía que “España es el país más fuerte del mundo, porque los españoles llevan doscientos años intentando destruirla y no lo han conseguido”.

Llegados a este punto, la pregunta no es si se debe actuar, sino cómo. Y quizá la respuesta esté en las palabras de Malone en Los Intocables:

“Él trae un cuchillo… tú llevas un arma… si manda a uno de los tuyos al hospital, tú mandas a uno de los suyos a la morgue. ¡Así es como se hace en Chicago!”

En nuestro caso tal vez no haga falta tanta pólvora, pero sí reformas estructurales (ley electoral, transparencia, separación efectiva de poderes, control institucional) aderezadas con una escoba lo bastante grande para barrer la inmundicia acumulada por décadas de bipartidismo tóxico. Pero eso requerirá, en primer lugar, que nos quitemos la venda de los ojos, tratemos de ver la realidad como es, no como nos gustaría que fuera, y tengamos el coraje de admitir que hemos sido engañados. Y luego la determinación de no permitir que vuelva a repetirse nunca más. Porque  “no se trata solo de atrapar a Capone. Se trata de demostrar que la ley aún significa algo.”


lunes, 14 de julio de 2025

El paraíso multicultural (Buenos días y Allah akbar, por si acaso)

 



Se dice que en cada generación hay un selecto grupo de gilipollas convencidos de que el socialismo no funcionó simplemente porque no lo dirigieron ellos. A ese grupo, plenamente vigente hoy en día, podríamos añadir otro aún más creativo: el de quienes aseguran que la integración del islam en Occidente no está funcionando… porque no la gestionan ellos.

El islam, como casi todos sabemos, ha sido siempre enemigo acérrimo de Occidente, y las diferencias se han resuelto, básicamente, con alfanjes y arcabuces. Y no podía ser de otra forma, antes y ahora. Porque, cuando una religión se presenta también como un sistema político completo —incluyendo normas sobre cómo vestir, qué comer, con quién casarse o qué castigos aplicar—, la convivencia con culturas liberales se vuelve, digamos, intensa. Y no es que quieran imponer su sistema político: es que Dios se lo ordena.

Por eso, el multiculturalismo —esa palabra mágica que arregla todo desde la distancia— empieza a hacer aguas cuando hay que integrar cosmovisiones tan diferentes. Mientras a cualquier occidental le puede parecer bien, higiene aparte, tener un kebab en la esquina, difícilmente veremos a una asociación musulmana aceptando las salchichas en el menú escolar. Y no se van a limitar a pedir que sus niños no las coman, sino que pretenderán (ya lo hacen) que se eliminen del menú, porque la simple existencia del embutido es una ofensa intolerable.

La cosa se pone más interesante cuando llegamos a la vestimenta, las manifestaciones religiosas, la igualdad de género o la orientación sexual… La receta del multiculturalismo funciona muy bien mientras los ingredientes no se repelen entre sí. Pero aquí tenemos una mezcla con una reacción química que produce, como resultado, unos compuestos muy particulares: islam combinado con homosexualidad produce ahorcamiento público; mujer más minifalda origina ramera; paseante con perro es animal impuro; o cerveza con tapa de jamón supone cárcel.

Aun así, nuestros líderes —ese selecto grupo de estrategas que nunca falla una— han decidido que hay que integrar al islam tradicional en las sociedades occidentales. Aunque, en realidad, no se trata tanto de integrarlo como de reconstruir la cultura occidental desde cero y sustituirla por un nuevo modelo dirigido por ellos mismos. Como siempre, por nuestro bien.

El problema es que esto no va a funcionar. No porque seamos malvados intolerantes, sino porque hay realidades que no se pueden reconciliar a base de eslóganes. Cuando se trata de la relación entre Occidente y el islam tradicional, la cosa es simple: o ellos, o nosotros. Y si queremos que el “nosotros” incluya libertades civiles, igualdad de género y separación entre religión y política, tendremos que tomar decisiones algo menos estéticas que los hashtags solidarios.

Eso implicará —¡qué escándalo!— reconsiderar deportaciones masivas de ilegales y delincuentes, proteger las fronteras y eliminar el negocio humanitario de ciertas ONG que, bajo apariencia de compasión, gestionan flujos de personas como si fueran operadores logísticos del caos, eso sí, cobrando sus fletes, tarifas y comisiones. Ahí está Open Arms, por ejemplo, o los acuerdos tácitos con sátrapas de países emisores que están vaciando sus cárceles para exportarnos talento en pateras. El caso de Mohamed VI es digno de estudio: alguien debería darle un premio a la externalización de la delincuencia.

Y todo esto no es teoría conspirativa: basta mirar a Francia, Alemania o, mejor aún, a Suecia. Ese país que fue emblema del civismo nórdico y que, gracias a sus activas políticas pro inmigración se ha convertido en un estercolero multicultural. De Thores y valquirias con estética IKEA, hemos pasado a bandas armadas resolviendo conflictos al margen de las asambleas vecinales. Así, uno de los países más seguros del mundo, en 2023 se posicionó como el segundo país con más muertes por armas de fuego por cada 100.000 habitantes ¡Quién lo podía a suponer!

En España no íbamos a ser menos. Lo de Torre Pacheco no es una excepción, es un avance: la punta del iceberg de esa añorada recuperación de Al-Ándalus (que, para los del turbante, llega hasta Covadonga). De los tiempos en que la integración consistía en “dame un segarro, amigo”, hemos pasado a violaciones grupales, ancianos asaltados por diversión y personajes con machetes deambulando por las calles como parte del mobiliario urbano. Y, además, puesto que en los barrios céntricos, donde viven nuestros solidarios dirigentes, no hay bandas de Menas asaltando a los menores para robarles el móvil o las deportivas, pues fenomenal: “ojos (de político) que no ven, corazón que no siente”.

Y los que consideran que todo esto es racismo, islamismo y xenofobia deberían darle una vuelta al tema de por qué los chinos, por ejemplo, que llevan años conviviendo con nosotros, no han dado nunca lugar a los lamentables episodios que se producen actualmente a diario, aunque los medios tradicionales traten de ocultarlos.

No quisimos ver las barbas del vecino pelar, y ahora tenemos la cuchilla del barbero pegada a nuestro cuello. O reaccionamos pronto, o descubriremos —demasiado tarde— que algunas políticas pueden revertirse, pero otras, como las invasiones culturales consentidas, no. Porque llegará un punto en que los que decidirán si la cosa tiene marcha atrás ya no seremos nosotros. Serán ellos.


miércoles, 2 de julio de 2025

La vuelta a la cesta de los pollos.



Al final va a resultar que el kit de supervivencia de 72 horas que recomendaba la Comisión Europea tenía todo el sentido… al menos en España.

Primero, por los apagones, esa agradable novedad introducida por el Gobierno de Sánchez en nuestras vidas, en pro del noble anhelo de retroceder a la Edad Media tras el pendón del cambio climático.

Pero donde de verdad están pasando la prueba del fuego los dichosos kits es en los viajes en tren. Hoy en día, subirse a un tren en España con solo una maleta es un acto de temeridad. Todo lo que no incluya un bidón de agua, una potabilizadora, raciones de emergencia, linterna, navaja suiza y botiquín básico, es un desafío al destino.

Hemos vuelto a los orígenes, sí, pero con estilo europeo: la cesta de pollos y la tortilla de patatas en los expresos del siglo pasado, hoy se llama “kit de resiliencia personal”.

Aunque ojo, tampoco es recomendable olvidarse del kit en los viajes por carretera. El estado de la red viaria hace posible que caigas en un socavón y tengas que vivir en él durante días, hasta que algún alma caritativa decida enviarte una grúa.

Que un país con infraestructuras modélicas hace apenas 15 años haya llegado a este punto, tras siete años de gobierno socialista, se explica observando atentamente a quienes han estado al frente del Ministerio de Transportes.

Primero, José Luis Ábalos, maestro de formación, cuya experiencia logística más notable fue el transporte de prostitutas en furgonetas desde Valencia al parador de Teruel.

Después, Raquel Sánchez, exalcaldesa de Gavà, que no consideró relevante que los túneles tenían que ser más anchos que los trenes que iban a circular por ellos. ¡Tanta medición ni tanta medición!

Y finalmente, Óscar Puente, el remate perfecto. Más aficionado a los Mercedes todoterreno de lujo que a los trenes, ha conseguido culminar la catástrofe ferroviaria. Hoy, montar en tren en España es como entrar en una versión moderna del cuento de la bruja, y no estaría de más colocar un cartel en cada vagón con la frase:

“De irás y no volverás.”

Eso sí, hay que reconocerles algo: han conseguido el objetivo de la igualdad ferroviaria. Las comunicaciones por tren en Extremadura se han puesto al nivel del resto de España… pero no porque hayan llevado el AVE allí, sino porque lo han desmantelado en todas partes. ¡Arreglao!

Lo único que de verdad tranquiliza es saber que, como se ha visto en las últimas horas, los transportes en furgones hacia las penitenciarías funcionan perfectamente. Esperemos, por nuestro bien, que tengan suficiente capacidad para absorber la creciente demanda.