Se habla poco del esperpento que
han tenido que padecer los familiares de las víctimas de la DANA de Valencia
con ocasión de la conmemoración del primer aniversario de la catástrofe.
A la puesta en escena, dentro del
Museo Felipe VI de la Ciudad de las Artes y las Ciencias, no le faltaba de nada: esculturas de colores, sillas de picnic, presidentes
autonómicos con sus banderitas correspondientes, rosas blancas y un discurso vacío pronunciado como oficiante por Felipe VI, “el
preparao”, asistido por los sacristanes Sánchez y Mazón. Méritos no les
faltaban: al uno, que en plena catástrofe andaba de pagafantas con una
periodista; y al otro, que podría haber pronunciado la frase: “Si queréis
ayuda, no tenéis más que pedirla.”
No quiero entrar en el fondo del
asunto, es decir, en el desparpajo con que unos líderes políticos que
abandonaron al pueblo valenciano tras la catástrofe —como antes abandonaron a
los de La Palma— comparecen un año después sin soluciones, pero con un cinismo sin
límites y lágrimas de cocodrilo, para capitalizar políticamente el dolor de las
víctimas.
En su lugar, me voy a referir
exclusivamente al castigo añadido para las víctimas desde las formas y la
estética. Porque en Valencia tienen una magnífica Catedral, que data del siglo
XIII, tras la conquista de la ciudad por Jaime I de Aragón, donde podría
haberse celebrado un acto absolutamente apolítico, pero profundo y comprensible
para todos los ciudadanos.
En lugar de ello, han preferido
la exaltación de la paparrucha woke, eliminando cualquier traza de
trascendencia y espiritualidad en favor de una especie de convención de concesionarios de automóviles o corredores de seguros. En mi
opinión, para coronar el espectáculo faltaban unas banderas palestinas y LGTBI
colgando de los techos del pabellón.
Por supuesto no hubo salmos ni
lecturas bíblicas. Parece que palabras como “Yo soy la resurrección y la
vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá”, “este es mi
consuelo en medio del dolor: que tu promesa me da vida” o “aun si voy
por valles tenebrosos, no temo peligro alguno, porque tú estás a mi lado” no están a la altura de la tragedia.
En su lugar, el sermón regio contenía frases tan conmovedoras como “la Reina y yo queremos que lo sepáis: estamos, ahora y siempre, con vosotros”, “qué difícil es transformar las palabras en abrazos” y “ojalá nuestras palabras lleguen como un abrazo”. Parece que les gustó la muletilla de las palabras y los abrazos. Solo faltó darle un abrazo a Sánchez.
Cierto que la farsa se vio algo deslucida
por los gritos y abucheos proferidos por algunos asistentes, de los que no se
libraron ni los responsables de la catástrofe —Sánchez y Mazón— ni, novedad, la comparsa
que se prestó a la ópera bufa, el “preparao”. Este último debería tomar nota porque,
en España, los abucheos al Rey se sabe donde empiezan pero no donde terminan,
que puede ser embarcando en un crucero rumbo a Italia o en un avión camino de
Abu Dabi.
Esto pasa cuando unos políticos
viven alejados de la realidad y creen que pueden sustituir la historia y la
tradición de un pueblo por nuevas religiones que no atraen a nadie salvo a
quienes viven de ellas. Porque no me cabe ninguna duda de que, si la ceremonia
se hubiera celebrado en la Catedral, con la solemnidad propia de la ocasión,
ningún asistente se habría atrevido a interrumpirla con gritos, aunque
estuviera justificada su indignación.
Al menos, en el pecado, llevan la
penitencia.











