En España, ya no hace falta
Netflix para encontrar ficción: basta con leer los currículums de nuestros
políticos. En cuestión de días, una oleada de expedientes “creativos” ha dejado
claras dos verdades: la primera, que de un político no te puedes creer ni la filiación,
y la segunda, que la formación de quienes nos gobiernan tiene más agujeros que un
queso suizo.
El fuego mediático lo encendió
Noelia Álvarez, que en redes se presentaba como una empollona, capaz de compaginar su actividad política con estudios de Derecho, Ciencias Jurídicas y
Filología Inglesa. “Hay tiempo para todo si te esfuerzas”, decía. Hasta que
descubrimos que lo único que había sacado durante el tiempo que pasó en la
universidad era un envidiable bronceado, como decía en un tuit.
Pero no está sola. Juanma Moreno,
por ejemplo, empezó presentándose como licenciado en Económicas y su
currículum se ha ido encogiendo con cada legislatura: ahora puede presumir de
un cursillo en protocolo y un máster de esos sobre “liderazgo en la
administración” que se imparten en escuelas privadas hechas a medida para
políticos, cómo no, con factura al contribuyente.
En el PSOE, lo de los falsear títulos es
casi una religión. Óscar Puente tiene un máster expedido por una fundación
afín al partido (por asistir, básicamente, a un campamento juvenil para futuros
cuadros socialistas); el ingeniero Patxi López consiguió no pasar de primer curso en diez años de
ingeniería (sus padres aún deben de estar orgullosos); y Pedro Sánchez sigue
presumiendo de una tesis doctoral que no sabemos si es de política, de ficción o un
copia-pega del “Rincón del Vago”. Han conseguido la excelencia en la materia hasta el punto de otorgar
cátedras universitarias a personas sin estudios para que expidan títulos a los demás. ¡Toma del
frasco!
Si echamos la vista atrás, la
diferencia asusta. Los tecnócratas del franquismo y los ministros de Suárez,
González o Aznar tenían carreras profesionales sólidas, oposiciones ganadas a
pulso o experiencia empresarial o académica real. Podían ser brillantes o
mediocres en su gestión (y muchos se revelaron como auténticos chorizos), pero
al menos sus currículums no se deshacían al contacto con la realidad.
La cuesta abajo empezó con
Zapatero, que aplicó al pie de la letra la máxima del mediocre: rodearse de
personajes aún más mediocres para que nadie le hiciera sombra. Desde entonces,
la prioridad ha pasado de la preparación a la cuota de paridad, el marketing y,
sobre todo, la obediencia ciega al líder. El nuevo modelo es claro: obediencia
primero, currículum después. No faltan personas preparadas en España, pero a
los partidos no les interesan. Un ministro con ideas propias es un problema. Un
ministro obediente, aunque su única experiencia previa sean años de peloteo al
líder de turno, desde la temprana afiliación a las juventudes del partido, es
una apuesta segura.
Cuando el torero Juan Belmonte le
preguntó a un antiguo banderillero suyo, nombrado gobernador de Huelva, que
cómo se había metido en política, recibió la genial repuestas “ea, maestro,
degenerando”. Pues ahora, a fuerza de degenerar, llegamos a la frase culmen de
la ministra Yolanda Díaz —auténtica zote, cuyo currículum previo al ministerio cabe en una servilleta—: “Me encantaría que tuviéramos un ministro o una
ministra limpiadora o albañil”. A estas alturas yo propongo lo contrario:
que los ministros actuales dejen el maletín y cojan la fregona. No por populismo, sino por
utilidad pública. Así, al menos, harían algo productivo entre rueda de prensa y
rueda de molino.
Porque, si de desbarrar se trata,
prefiero un gobierno de limpiadoras antes que uno de licenciados de pega. Las
primeras saben madrugar, rendir cuentas y dejar el suelo limpio. Los segundos
solo dominan la técnica de barrer debajo de la alfombra… especialmente cuando
se trata de su propio currículum.
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