lunes, 14 de julio de 2025

El paraíso multicultural (Buenos días y Allah akbar, por si acaso)

 



Se dice que en cada generación hay un selecto grupo de gilipollas convencidos de que el socialismo no funcionó simplemente porque no lo dirigieron ellos. A ese grupo, plenamente vigente hoy en día, podríamos añadir otro aún más creativo: el de quienes aseguran que la integración del islam en Occidente no está funcionando… porque no la gestionan ellos.

El islam, como casi todos sabemos, ha sido siempre enemigo acérrimo de Occidente, y las diferencias se han resuelto, básicamente, con alfanjes y arcabuces. Y no podía ser de otra forma, antes y ahora. Porque, cuando una religión se presenta también como un sistema político completo —incluyendo normas sobre cómo vestir, qué comer, con quién casarse o qué castigos aplicar—, la convivencia con culturas liberales se vuelve, digamos, intensa. Y no es que quieran imponer su sistema político: es que Dios se lo ordena.

Por eso, el multiculturalismo —esa palabra mágica que arregla todo desde la distancia— empieza a hacer aguas cuando hay que integrar cosmovisiones tan diferentes. Mientras a cualquier occidental le puede parecer bien, higiene aparte, tener un kebab en la esquina, difícilmente veremos a una asociación musulmana aceptando las salchichas en el menú escolar. Y no se van a limitar a pedir que sus niños no las coman, sino que pretenderán (ya lo hacen) que se eliminen del menú, porque la simple existencia del embutido es una ofensa intolerable.

La cosa se pone más interesante cuando llegamos a la vestimenta, las manifestaciones religiosas, la igualdad de género o la orientación sexual… La receta del multiculturalismo funciona muy bien mientras los ingredientes no se repelen entre sí. Pero aquí tenemos una mezcla con una reacción química que produce, como resultado, unos compuestos muy particulares: islam combinado con homosexualidad produce ahorcamiento público; mujer más minifalda origina ramera; paseante con perro es animal impuro; o cerveza con tapa de jamón supone cárcel.

Aun así, nuestros líderes —ese selecto grupo de estrategas que nunca falla una— han decidido que hay que integrar al islam tradicional en las sociedades occidentales. Aunque, en realidad, no se trata tanto de integrarlo como de reconstruir la cultura occidental desde cero y sustituirla por un nuevo modelo dirigido por ellos mismos. Como siempre, por nuestro bien.

El problema es que esto no va a funcionar. No porque seamos malvados intolerantes, sino porque hay realidades que no se pueden reconciliar a base de eslóganes. Cuando se trata de la relación entre Occidente y el islam tradicional, la cosa es simple: o ellos, o nosotros. Y si queremos que el “nosotros” incluya libertades civiles, igualdad de género y separación entre religión y política, tendremos que tomar decisiones algo menos estéticas que los hashtags solidarios.

Eso implicará —¡qué escándalo!— reconsiderar deportaciones masivas de ilegales y delincuentes, proteger las fronteras y eliminar el negocio humanitario de ciertas ONG que, bajo apariencia de compasión, gestionan flujos de personas como si fueran operadores logísticos del caos, eso sí, cobrando sus fletes, tarifas y comisiones. Ahí está Open Arms, por ejemplo, o los acuerdos tácitos con sátrapas de países emisores que están vaciando sus cárceles para exportarnos talento en pateras. El caso de Mohamed VI es digno de estudio: alguien debería darle un premio a la externalización de la delincuencia.

Y todo esto no es teoría conspirativa: basta mirar a Francia, Alemania o, mejor aún, a Suecia. Ese país que fue emblema del civismo nórdico y que, gracias a sus activas políticas pro inmigración se ha convertido en un estercolero multicultural. De Thores y valquirias con estética IKEA, hemos pasado a bandas armadas resolviendo conflictos al margen de las asambleas vecinales. Así, uno de los países más seguros del mundo, en 2023 se posicionó como el segundo país con más muertes por armas de fuego por cada 100.000 habitantes ¡Quién lo podía a suponer!

En España no íbamos a ser menos. Lo de Torre Pacheco no es una excepción, es un avance: la punta del iceberg de esa añorada recuperación de Al-Ándalus (que, para los del turbante, llega hasta Covadonga). De los tiempos en que la integración consistía en “dame un segarro, amigo”, hemos pasado a violaciones grupales, ancianos asaltados por diversión y personajes con machetes deambulando por las calles como parte del mobiliario urbano. Y, además, puesto que en los barrios céntricos, donde viven nuestros solidarios dirigentes, no hay bandas de Menas asaltando a los menores para robarles el móvil o las deportivas, pues fenomenal: “ojos (de político) que no ven, corazón que no siente”.

Y los que consideran que todo esto es racismo, islamismo y xenofobia deberían darle una vuelta al tema de por qué los chinos, por ejemplo, que llevan años conviviendo con nosotros, no han dado nunca lugar a los lamentables episodios que se producen actualmente a diario, aunque los medios tradicionales traten de ocultarlos.

No quisimos ver las barbas del vecino pelar, y ahora tenemos la cuchilla del barbero pegada a nuestro cuello. O reaccionamos pronto, o descubriremos —demasiado tarde— que algunas políticas pueden revertirse, pero otras, como las invasiones culturales consentidas, no. Porque llegará un punto en que los que decidirán si la cosa tiene marcha atrás ya no seremos nosotros. Serán ellos.


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