Se dice que en cada generación
hay un selecto grupo de gilipollas convencidos de que el socialismo no funcionó
simplemente porque no lo dirigieron ellos. A ese grupo, plenamente vigente hoy
en día, podríamos añadir otro aún más creativo: el de quienes aseguran que la
integración del islam en Occidente no está funcionando… porque no la gestionan
ellos.
El islam, como casi todos
sabemos, ha sido siempre enemigo acérrimo de Occidente, y las diferencias se
han resuelto, básicamente, con alfanjes y arcabuces. Y no podía ser de otra
forma, antes y ahora. Porque, cuando una religión se presenta también como un
sistema político completo —incluyendo normas sobre cómo vestir, qué comer, con
quién casarse o qué castigos aplicar—, la convivencia con culturas liberales se
vuelve, digamos, intensa. Y no es que quieran imponer su sistema político: es
que Dios se lo ordena.
Por eso, el multiculturalismo
—esa palabra mágica que arregla todo desde la distancia— empieza a hacer aguas
cuando hay que integrar cosmovisiones tan diferentes. Mientras a cualquier
occidental le puede parecer bien, higiene aparte, tener un kebab en la esquina,
difícilmente veremos a una asociación musulmana aceptando las salchichas en el
menú escolar. Y no se van a limitar a pedir que sus niños no las coman, sino
que pretenderán (ya lo hacen) que se eliminen del menú, porque la simple
existencia del embutido es una ofensa intolerable.
La cosa se pone más interesante
cuando llegamos a la vestimenta, las manifestaciones religiosas, la igualdad de
género o la orientación sexual… La receta del multiculturalismo funciona muy
bien mientras los ingredientes no se repelen entre sí. Pero aquí tenemos una
mezcla con una reacción química que produce, como resultado, unos compuestos
muy particulares: islam combinado con homosexualidad produce ahorcamiento
público; mujer más minifalda origina ramera; paseante con perro es animal
impuro; o cerveza con tapa de jamón supone cárcel.
Aun así, nuestros líderes —ese
selecto grupo de estrategas que nunca falla una— han decidido que hay que
integrar al islam tradicional en las sociedades occidentales. Aunque, en
realidad, no se trata tanto de integrarlo como de reconstruir la cultura occidental
desde cero y sustituirla por un nuevo modelo dirigido por ellos mismos. Como
siempre, por nuestro bien.
El problema es que esto no va a
funcionar. No porque seamos malvados intolerantes, sino porque hay realidades
que no se pueden reconciliar a base de eslóganes. Cuando se trata de la
relación entre Occidente y el islam tradicional, la cosa es simple: o ellos, o
nosotros. Y si queremos que el “nosotros” incluya libertades civiles, igualdad
de género y separación entre religión y política, tendremos que tomar
decisiones algo menos estéticas que los hashtags solidarios.
Eso implicará —¡qué escándalo!—
reconsiderar deportaciones masivas de ilegales y delincuentes, proteger las fronteras y eliminar el
negocio humanitario de ciertas ONG que, bajo apariencia de compasión, gestionan
flujos de personas como si fueran operadores logísticos del caos, eso sí, cobrando sus
fletes, tarifas y comisiones. Ahí está Open Arms, por ejemplo, o los acuerdos
tácitos con sátrapas de países emisores que están vaciando sus cárceles para
exportarnos talento en pateras. El caso de Mohamed VI es digno de estudio:
alguien debería darle un premio a la externalización de la delincuencia.
Y todo esto no es teoría
conspirativa: basta mirar a Francia, Alemania o, mejor aún, a Suecia. Ese país
que fue emblema del civismo nórdico y que, gracias a sus activas políticas pro
inmigración se ha convertido en un estercolero multicultural. De Thores y
valquirias con estética IKEA, hemos pasado a bandas armadas resolviendo
conflictos al margen de las asambleas vecinales. Así, uno de los países más
seguros del mundo, en 2023 se posicionó como el segundo país con más muertes
por armas de fuego por cada 100.000 habitantes ¡Quién lo podía a suponer!
En España no íbamos a ser menos.
Lo de Torre Pacheco no es una excepción, es un avance: la punta del iceberg de
esa añorada recuperación de Al-Ándalus (que, para los del turbante, llega hasta
Covadonga). De los tiempos en que la integración consistía en “dame un segarro,
amigo”, hemos pasado a violaciones grupales, ancianos asaltados por diversión y personajes con machetes deambulando por las calles como parte del mobiliario urbano.
Y, además, puesto que en los barrios céntricos, donde viven nuestros solidarios dirigentes, no hay bandas de Menas asaltando a los menores para robarles el móvil o las
deportivas, pues fenomenal: “ojos (de político) que no ven, corazón que no
siente”.
Y los que consideran que todo
esto es racismo, islamismo y xenofobia deberían darle una vuelta al tema de por qué los chinos, por ejemplo, que llevan años conviviendo con nosotros, no han
dado nunca lugar a los lamentables episodios que se producen actualmente a diario, aunque
los medios tradicionales traten de ocultarlos.
No quisimos ver las barbas del
vecino pelar, y ahora tenemos la cuchilla del barbero pegada a nuestro cuello.
O reaccionamos pronto, o descubriremos —demasiado tarde— que algunas políticas
pueden revertirse, pero otras, como las invasiones culturales consentidas, no.
Porque llegará un punto en que los que decidirán si la cosa tiene marcha atrás ya
no seremos nosotros. Serán ellos.
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