Las comisiones de Koldo durante la pandemia; las de Santos Cerdán en las adjudicaciones de obra pública; las prostitutas de Ábalos contratadas en empresas públicas; el hermano "músico”, que no sabía dónde trabajaba, la mujer "catedrática" sin estudios; la “fontanera” de La Moncloa; las maletas de Delcy; los vuelos a la República Dominicana… y todo lo que falta por salir —Armengol, Víctor Torres y las compras COVID, el rescate de Air Europa—. La simple enumeración de los escándalos que empapan (más que salpican) al Gobierno de Sánchez bastaría para llenar una entrada de blog.
Recordemos la cínica frase atribuida a Franklin D. Roosevelt y popularizada luego por Henry Kissinger sobre el dictador nicaragüense Anastasio Somoza:
«Puede que sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta».
Así, apoyando a nuestros hijos de puta, hemos conseguido que prosperen y saqueen España hasta extremos inimaginables mientras los animábamos con nuestras bufandas y banderitas.
Hubo un breve paréntesis en el que emergieron partidos como UPyD y Ciudadanos, con políticos que parecían honestos y defendían la regeneración democrática: reforma electoral, combate al nacionalismo, lucha contra la corrupción. Pero fueron flor de un día. Fracasaron —más allá de sus errores— porque, sencillamente, no eran nuestros hijos de puta.
Quizá ha llegado el momento de dejar de otorgar nuestra confianza a hijos de puta, propios o ajenos. No solo porque desprecian a quienes los votan y los usan en beneficio propio, sino porque España no se merece tanto hijo de puta.
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