En un post anterior hablaba de
los inconvenientes del bipartidismo español, esa coreografía política que
podríamos resumir con la frase: “de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas”.
Muchos aún creen que esa
alternancia pactada entre “los míos” y “los tuyos” es el modelo perfecto de
estabilidad: un carrusel democrático que siempre vuelve al mismo sitio, pero
con diferente pegatina en la puerta.
Los últimos días, el bombardeo de
noticias sobre corrupción en el PSOE, dignas de un manual de delincuencia
organizada (enchufismo, chanchullos en contrataciones, fraudes en subvenciones,
dinero tropical en Dominicana y Venezuela, nepotismo al cubo… aderezado con un
desfile de “chicas de la vida” y grabación de películas porno en saunas gay) han
puesto en cuestión este supuesto equilibrio. Parecía que, tras tantas
revelaciones, había llegado el momento de pasar página y cambiar de turno, hasta
que llegó la noticia que rompió el guion. La imputación de Cristóbal Montoro,
Ministro de Hacienda del partido alternativo que gobernó tres legislaturas (y
cuyo homólogo en la cuarta tampoco salió precisamente limpio), cambió por
completo el escenario.
Montoro está siendo investigado
por haber impulsado reformas tributarias presuntamente diseñadas a medida para
beneficiar a grandes empresas vinculadas al despacho fiscal del que él mismo
había sido socio antes de asumir el cargo. Es decir, leyes hechas “con nombre y
apellidos” para quienes, casualmente, también formaban parte de la cartera de
clientes de su antiguo bufete.
Este hecho, más allá de su
gravedad legal, simboliza a la perfección lo que algunos ciudadanos sospechaban
desde hace tiempo: que lo ocurrido en España durante los últimos 40 años no es
un sistema de alternancia entre dos opciones políticas, sino un auténtico
reparto del país y de sus recursos entre dos clanes, con distinto color
corporativo pero idéntica voracidad.
Al igual que en los años 20 en
USA, la Banda de Chicago, las Cinco Familas de NY o el Gang de Detroit se
repartían los negocios del juego, la prostitución, la protección y el alcohol,
las dos grandes familias políticas de este país, “los azules” y “los colorados”, (con el apoyo de clanes menores como los "recogenueces" o "la banda del tres per cent") han gestionado, con similar disciplina, su propio “negocio”: desde el nepotismo
y la corrupción en contratos públicos hasta la prevaricación y, en algunos
episodios oscuros, el uso de métodos más propios de gánsteres que de políticos
(de Amedo y Domínguez a los sicarios presuntamente enviados por el ministro
Jorge Fernández para secuestrar en su domicilio a la familia de Bárcenas y
recuperar la contabilidad B del Partido Popular).
Si acaso, podríamos reconocer al
“gang colorado” un sector donde parece llevar ventaja: el mercado de saunas y
clubes de ocio, así como el de las películas X, nichos que domina con notable
eficiencia.
Esto, que podría parecer una
exageración, no lo es con el actual Código Penal en la mano. Porque ambos
partidos cumplirían sobradamente las condiciones para ser imputados como
organizaciones criminales (al margen de la responsabilidad personal de los
autores materiales) por varios de los delitos imputables a las personas
jurídica: cohecho, tráfico de influencias, financiación ilegal de partidos
políticos, corrupción en las transacciones comerciales internacionales, blanqueo
de capitales o delitos contra la intimidad y descubrimiento de secretos, como mínimo.
Multitud de sentencias y procesos penales en curso evidencian la
responsabilidad por culpa “in eligendo” e “in vigilando” de ambos partidos (Filesa,
Gürtel, Roldán, ERE, Púnica, Marea, Tarjetas Black, Montoro..). Y que no lo
estén ya se debe fundamentalmente a que, hasta 2015, se preocuparon muy mucho de
excluir a partidos y sindicatos de cualquier responsabilidad penal. Solo por
presión de la Unión Europea se corrigió esa “peculiar” laguna en nuestra
normativa.
¿Cómo se ha mantenido este
escenario durante tanto tiempo?
Por la misma razón que en la
América de la Ley Seca: políticos comprados, funcionarios complacientes,
policías en nómina y una prensa demasiado cómoda para incomodar a nadie. Un sistema
perfecto donde la indignación ciudadana rara vez pasaba de ser un murmullo y
donde el ciclo de “quítate tú que ahora me toca a mí” parecía inquebrantable..
Por suerte, la arrogancia y torpeza
de unos y otros, junto con la existencia todavía de jueces y policías honestos,
pueden evitar que España acabe hundiéndose definitivamente en el lodo. No será
fácil, pero la historia ofrece motivos para la esperanza. Ya hemos estado
gobernada por ladrones antes: desde el Duque de Lerma —aquel que, para evitar
ser ahorcado, se vistió de cardenal— hasta los Romanones o los gánsteres del
Gobierno Popular de la Segunda República. Y, aun así, el país logró
sobreponerse, demostrando esa fuerza de la que hablaba Bismarck cuando decía
que “España es el país más fuerte del mundo, porque los españoles llevan
doscientos años intentando destruirla y no lo han conseguido”.
Llegados a este punto, la
pregunta no es si se debe actuar, sino cómo. Y quizá la respuesta esté en las
palabras de Malone en Los Intocables:
“Él trae un cuchillo… tú
llevas un arma… si manda a uno de los tuyos al hospital, tú mandas a uno de los
suyos a la morgue. ¡Así es como se hace en Chicago!”
En nuestro caso, tal vez no haga
falta tanta pólvora, pero sí reformas estructurales (ley electoral,
transparencia, separación efectiva de poderes, control institucional) aderezadas
con una escoba lo bastante grande para barrer la inmundicia acumulada por
décadas de bipartidismo tóxico. Y, de paso, la determinación de no dejar que
vuelva a instalarse nunca más. Porque “no
se trata solo de atrapar a Capone. Se trata de demostrar que la ley aún significa
algo.”
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