En España, la protección de los menores extranjeros no acompañados (los conocidos como MENAs) supone cada año cientos de millones de euros. Y lo hace a precios que harían sonrojar a cualquier gestor sensato: más de 4.500 euros al mes por plaza, llegando en algunos expedientes —como uno de los últimos de la Comunidad de Madrid— a 5.855 €/mes por menor.
Si lo comparamos con situaciones
más cercanas, las cifras llaman la atención. Mantener a una familia española ronda los 3.000 €/mes, según estudios solventes. Incluso en una gran
ciudad, una familia de cuatro con colegios privados difícilmente supera los
4.500 €. Y un estudiante en Madrid, viviendo en un colegio mayor y en una
universidad privada, paga unos 2.800 € al mes. ¿Cómo puede ser que cuidar de un
menor tutelado cueste el doble?
La explicación parece estar en un
enredo de contratos y convenios: adjudicaciones de emergencia, prórrogas
automáticas, falta de transparencia… Todo
funciona en un terreno opaco y, al final, el contribuyente paga sin saber qué. Harían falta auditorías externas, criterios claros
sobre costes y calidad, y procedimientos rápidos y garantistas para saber, entre otras cosas, si
el beneficiario es realmente menor. Porque, según datos de la Fiscalía
General del Estado, en 2024 solo la mitad de las personas sometidas a pruebas
de edad resultaron ser menores.
No se trata de criminalizar a los
jóvenes acogidos —víctimas de migraciones peligrosas—, sino de preguntarse
quién gana este negocio y por qué ningún responsable político parece dispuesto
a ordenar la casa. La acogida de los menores vulnerables es misión del Estado,
pero eso no da patente de corso para el despilfarro. Sobre todo cuando se trata
de menores extranjeros, llegados no se sabe muy bien cómo y por qué razón.
Surgen preguntas obvias: ¿por qué
y para qué se les acoge?, ¿quiénes son sus familias?, ¿quién permite que
arriesguen su vida en travesías tan peligrosas?, ¿qué destino tienen una vez
aquí? Y, sobre todo, ¿por qué nadie revisa con rigor cómo funciona todo este
engranaje? La Historia, como siempre, puede darnos algunas pistas: del Medievo a la Edad Moderna, África estuvo
conectada con el mundo islámico y europeo mediante redes esclavistas que movían
a miles de personas. Niños y adolescentes fueron una parte significativa de esos
cautivos.
Aunque con motivaciones distintas—económicas,
militares, políticas—, el denominador común era la utilización de la infancia
como un recurso explotable. Solo los movimientos abolicionistas de los siglos
XVIII y XIX empezaron, poco a poco, a erradicar esas prácticas.
Hoy, bajo el camuflaje del buenismo, recorremos un camino inverso y muchos parecen estar haciendo su agosto con este mercadeo de personas. Pensar que, en pleno siglo XXI, alguien pueda lucrarse con el tráfico de niños —y que parte de ese dinero salga de fondos públicos— repugna a cualquier persona de bien. Pero, cuando hemos visto cómo se ha tapado el abuso y corrupción de menores en centros públicos por personas que ocupan actualmente cargos institucionales de primer nivel (sí, me refiero a la Presidencia del Congreso), o cómo un ministro de Hacienda vendía favores fiscales al mejor postor, pocas cosas pueden sorprendernos.
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