La Constitución consagra el
derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran la nación
española, lo que está muy bien aunque el
99,9 % de los españoles no tiene ni idea de la diferencia entre nación y
nacionalidad. Para subsanar esta laguna un método puede ser el señalado en la Biblia
para distinguir los verdaderos profetas de los falsos, condensado en la frase “por sus
obras los conoceréis”.
Pues bien, el análisis de las
obras resultantes de las autonomías española nos hace movernos entre el estupor
y el sonrojo. No se trata ya de las grandes cuestiones relativas a la unidad de
España, en tela de juicio por las reivindicaciones catalana y vasca. Se trata
de que cuando miras a cualquiera de los reinos de taifas en que se ha
convertido esto, no se ven más que personajillos dedicados a crear
problemas que inmediatamente les superan.
El desquiciado taifa catalán,
desgobernado por una camarilla dedicada a llevarse el dinero
público vía comisiones a paraísos fiscales. El vasco, donde los logros de un
pueblo laborioso, que ha dado lo mejor de sí mismo en su historia española,
peligran por la atribución de parcelas de poder a unos tipos que solo se
diferencian de los integristas musulmanes en que la religión que predican es laica.
Los andaluces, con un gobierno implicado de lleno en tramas corruptas pero que
ahí sigue. Los valencianos, entre la quiebra y la sospecha. Y eso lo más notorio, porque los que no salen en la foto como extremeños, asturianos o
aragoneses tampoco resisten la visión crítica de sus paisanos.
Así, nos encuentramos con gobiernos
de chichinabo incapaces de resolver los problemas básicos de sus electores como
la educación, pero jugando a resolver los de la humanidad. Patéticas las
plataformas, agencias y observatorios autonómicos contra el cambio climático,
la igualdad de la mujer o la solución del hambre en África, dedicados a copiar
en pequeño lo que ven en Internet que hacen los grandes, con gran alegría para
los amigos que se colocan en los puestos creados a tal fin. Por
no hablar del sector financiero, donde la casi totalidad de las entidades
controladas por las autonomías ha dado quiebra y un inmenso agujero para las
arcas públicas.
Se tramita ahora la Ley de Unidad
de Mercado, para evitar disparates como el que una empresa holandesa pueda operar en
todo el territorio español con una licencia de Holanda y, en cambio, una empresa
española requiera diecisiete licencias. Pues ya han saltado los politicos
autonómicos en defensa de sus competencias, porque la defensa de sus
administrados en el fondo les importa un pimiento.
Esperemos que esta ley sea el
comienzo de un proceso de racionalización que ponga algo de orden en este
gazpacho de organismos, boletines oficiales y burocracia infinita. Aunque si me
preguntan a mí, vistos los resultados opino que lo mejor es tirar las
autonomías al pilón.
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