Había una vez un reino encantado
donde vivía una Infantita que fue poseída por el Señor Oscuro. Este la llevó a
su condado, donde decidieron hacerse un torreón muy caro. Para financiarlo, y
puesto que las cosas andaban justas, se metieron en negocios, oscuros como ellos.
El problema era que los recaudadores del reino no veían con buenos ojos el
dinero oscuro y había que blanquearlo.
El Señor Oscuro llamó a sus
edecanes que le aconsejaron acudir al libro de los conjuros blanqueadores, donde
descubrieron uno muy eficaz. Había que mezclar los siguientes ingredientes:
rabos de lagarto, sangre de murciélago, muérdago, documentos privados y nombres
de súbditos.
La receta era sencilla: se escoge
a una doncella virgen (si no hay una a mano vale con un abuelete de pueblo
chico) que tenga una pequeña propiedad, y se finge que se le vende esa
propiedad, que ya es suya, en un contrato privado. Para eso se utiliza la maña
de falsear su firma. Se lleva el contrato a la recaudación de tributos del condado,
donde nos cobrarán un 7% como transmisión, sin pararse a pensar que es una
falsa venta. Y luego… “voilá!” ingresamos el dinero oscuro en un banco,
justificando su posesión con la escritura privada de compraventa visada por la
hacienda condal. La operación se repite hasta 13 veces con diferentes
súbditos, que hay que repartir las cargas entre la población, no vaya a ser.
Luego se coge el rabo de lagarto, la sangre de murciélago y el muérdago y se
tiran al cubo de basura, que para guarrerías ya vale con las anteriores.
El Señor y la Señora Oscuros se
pusieron manos a la obra tan contentos durante un par de años, hasta que
descubrieron un conjuro más potente, el elixir de la falsa fundación benéfica, y
cambiaron de pócima. Y, entre brujerías y hechizos, fue pasando el tiempo
hasta que el Justicia del Reino les empapeló, porque sus empresas y fundaciones no
eran como en los cuentos, que lo único que se fabrican son dulces y golosinas,
sino que elaboraban una cosa que se llama influencias.
En plena investigación, el
Justicia Real pidió las cuentas de la Infantita a la hacienda real, que había
cruzado información con la hacienda condal (es el coñazo de los cuentos
modernos, que tienen informática) y saltó la liebre de los conjuros. El pueblo
se enfadó un poco porque estaba de brujerías hasta el gorro, y pidió cuentas,
pues creía que vivía en un reino democrático y parlamentario, donde todos son
iguales ante la ley. Pero entonces apareció el Gran Recaudador del Reino y
dijo: “Qué os habéis creído? Ha sido un error y punto. Esto es un cuento, y en
los cuentos los reinos son feudales y las cuentas son para los súbditos, que
los de sangre azul lo que hacen es comer perdices”. Y a nosotros nos dieron con
la puerta en las narices.
Y colorín colorado, este real cuento
o cuento real se ha acabado.
Estoy deseando que me posea una señora oscura y así, además del gustirrinín, me pongo millonario.
ResponderEliminarEs una argucia de palurdos
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