En estos tiempos somos testigos indiferentes
de sucesos que, no hace tantos años, nos llenarían de indignación o, al menos,
de perplejidad. Desde el asalto de Hacienda a un restaurante en pleno horario
de comedor para precintar la bodega, a la imposición de una multa de 300 euros
a un niño de 6 años por saltarse un stop en bicicleta. O, como me contaban hace
pocos días, el interrogatorio de la policía local a un joven de 17 años, denunciado
por un camarero tras darle un sorbo a un vaso de sangría.
Y así, nos parece normal la
injerencia absoluta del Estado en nuestras vidas, con burócratas, recaudadores
o policías entrando hasta la cocina en parcelas donde nunca pintaron nada. Sorprende
el abuso, cada vez mayor, de los entes públicos en el uso de sus potestades, con
una absoluta relajación en el respeto a las garantías de los derechos ciudadanos. No
hay más que ver cualquier expediente sancionador actual, dictados masivamente y
sin tener en cuenta hechos o circunstancias. Quizá la razón esté en que el
Estado no ha hecho sino ocupar el terreno que le ha cedido una ciudadanía
blanda que, a cambio, lo espera todo de él, desde un empleo fijo a una entrada
de cine.
Algunos alegarán que frente al
poder se alzan movimientos de rebeldía que manifiestan la indignación del
pueblo, pero ese conato de rebelión es mentira. Los que
salen a la calle no luchan por los derechos fundamentales... la vida, la
libertad, la justicia, sino por unos pretendidos derechos económicos de todo
tipo (desde la renta mínima sin trabajar, a una casa gratis o la cultura
subvencionada) que al final no suponen sino la renuncia a decidir nuestro
propio destino, para ponerlo en manos de quienes nos gobiernan. No se oponen al
poder sino que piden que les cuide mejor o, directamente, formar parte de él.
Pues no nos engañemos, porque ese
estado invasor y amoral no busca nuestro beneficio si no es como medio para
conseguir el suyo propio. Y así, se permite aplicar la ley a quien le interesa,
embargando a un autónomo con problemas de liquidez mientras consiente a una infanta robar, o utiliza sus
potestades sancionadoras para fines ilegítimos, como recaudar dinero.
La crisis no puede ser una excusa
para delegar la responsabilidad sobre nuestras vidas en el Estado porque, ni
los políticos son los únicos responsable de la crisis, aunque hayan tenido un
papel decisivo con sus errores (me tiemblan las carnes cuando pienso en Zp de
infausto recuerdo) ni, lo más importante, son quienes nos van a sacar de ella.
Ha sido el sector privado quien se ha ajustado el cinturón, quien exporta,
quien está devolviendo sus deudas, quien está recuperando la marca España,
mientras nuestros gobernantes, sean estatales, autonómicos o locales, se
muestran incapaces de renunciar al tren de vida público. Somos los ciudadanos
los que estamos creando riqueza, mientras pretenden colgarse las medallas esos
políticos que nunca han creado un empleo, ni ostentado otro que el que
sufragamos los contribuyentes.
Puede que sea tarde, pero confío
en que se produzca una reacción y los españoles decidamos recuperar el control
de nuestras vidas. Porque cuando seamos dueños de ellas recuperaremos, junto
con la libertad, la fuerza moral para decirle al guardia, que pretende sancionar
con 300 euros a un niño de 6 años, que corre de nuestra cuenta echarle la
bronca. Y que él haga el favor de irse a la mierda.
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