Los sucesos de la verja de Melilla
han reabierto el debate sobre la inmigración. La cifra de inmigrantes
fallecidos no puede dejar indiferente a nadie y así, al hilo de la desgracia de
esta pobre gente, que busca desesperadamente huir de la miseria, cuando no de
la persecución, se han alzado las voces, solidarias? de políticos y periodistas
varios. Y, en su crítica, no han dudado en disparar contra todo lo que se
mueve, empezando por una Guardia Civil que, defendiendo nuestras fronteras,
solo cumple órdenes, y que ha dado muestras reiteradas de solidaridad con los
ocupantes de las pateras.
Pero la nota común a las opiniones
que se vierten en los diversos foros es la hipocresía, cuando no la
cobardía, de quienes se arrogan el título de solidarios, sin pensar en realizar
por un momento una reflexión coherente y honrada sobre el problema. Porque lo
que está en cuestión no son las famosas concertinas o las pelotas de goma. Eso
son anécdotas, utilizadas en muchos casos de forma miserable, hasta el punto de
ser criticadas, en el colmo de la desvergüenza, por la oposición socialista,
que fue quien las instauró cuando estaba en el gobierno. O por esa nórdica
comisaria europea, juzgando los toros desde una barrera situada a
miles de kilómetros de distancia. Por no hablar de periodistas como la
presentadora estrella que, al sentirse pillada en un renuncio, se atrevió
a mentir de la forma más impúdica, afirmando que acoge personalmente
a inmigrantes en su casa.
La verdadera cuestión es que, para
millones de subsaharianos, Europa es un paraíso, por comparación con el
infierno en el que habitan, y están dispuestos a arriesgar sus vidas, y las de
quien trate de impedir su propósito, con tal de llegar a él. Y que los europeos
no podemos limitarnos a debatir sobre concertinas o muros sino sobre una cosa
mucho más importante: dejamos entrar a todos los inmigrantes que quieran venir
o mantenemos los límites actuales? Porque límites y barreras van
indefectiblemente unidos.
De la respuesta que demos depende
nuestro modo de vida, pues el problema no estriba en tener a los inmigrantes
a este lado de la verja, sino en partir nuestra capa con ellos, igual
que hizo San Martín con el pobre. Y partir la capa no es hacinarlos en
guettos, como ciudadanos de tercera, privados de las mínimas condiciones de
vida dignas según los estándares europeos. Se trata de integrarlos, proporcionándoles
trabajo, sanidad y educación. Y así, deberemos preguntarnos si estamos
dispuestos a ceder nuestro puesto en la lista de espera para una operación
quirúrgica a un camerunés. O si queremos que las clases de nuestros hijos pasen
de tener 25 o 30 alumnos a 40, 10 de ellos con necesidades especiales. O si
estamos por la labor de repartir nuestro subsidio de desempleo con un
senegalés. O si permitiremos que un guineano sea llamado a un puesto de trabajo
antes que nosotros. Sin olvidar que, al jubilarnos, deberemos compartir
nuestras pensiones con todos ellos.
Si
estamos dispuestos a eso, propongámoslo abiertamente y aceptémoslos con
verdadera solidaridad. En caso contrario, lo mejor que podemos hacer es agachar
la cabeza y guardar silencio. Porque cuando escucho las voces compasivas de
políticos, famosos y periodistas, que viven en barrios donde los
únicos inmigrantes que entran lo hacen por la puerta de servicio para
desempeñar tareas domésticas, no puedo evitar una mueca de asco ante tanta hipocresía.
Si elegimos envolvernos en nuestra capa, tengamos la decencia al menos de no
burlarnos de los pobres criticando las pelotas de goma, que no son otra cosa
que el cordón para afianzarla sobre nuestros hombros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario