Francisco Nicolás Gómez ha
llenado las páginas de la prensa con sus andanzas de imberbe estafador, cuyo
afán de protagonismo le llevaba desde las recepciones del Rey a reuniones con la
gente del IBEX, o fotos con Aznar en la FAES, sin que nadie le invitara, ni
falta que le hacía. Y no estuvo en la foto de las Azores porque no tenía edad
para embarcarse sólo en el avión.
La figura del cara profesional es
un clásico en este país, donde la gente se colaba en las bodas a comer de
gañote sin otra invitación que presentarse a la familia del novio como invitado
de la novia y viceversa. Yo conocí a un Nicolasito en mi etapa de estudiante,
que se las arregló en el colegio mayor para montar una estafa piramidal por importe
de algunos millones de pesetas entre los residentes más pudientes y sus padres,
a quienes se aparecía como un crack financiero, impresionándolos con comilonas en
el antiguo Maite Commodore de la Plaza
de los Delfines.
Aunque los españoles somos
expertos en picaresca, fuera no nos van a la zaga, A la cumbre de
Nicolasismo asistimos en el entierro de Mandela, con aquel negrito rechonchete simulando
“urbi et orbe” la traducción para sordomudos del funeral, mientras gesticulaba
con las manos haciendo el movimiento de “dar cera, limpiar cera” de Kárate Kid.
Lo que no acabo de es entender es por qué se ríe tanto la gente con las andanzas de Nicolás González mientras se toma en
serio al Nicolás de la coleta, que se presenta como redentor y lo único que
pretende es zamparse todo el banquete. Y no me refiero a los mangantes del 15M,
que saben perfectamente de qué va la cosa, sino a los necios que se burlan de
las fantasías de Nicolás y se tragan las
de Pablo, un profesor universitario que pretende tener él solito la clave para
acabar con la corrupción, la crisis y las desigualdades sociales de golpe. Ah,
y no se corta, dice que su fin es proporcionarnos la felicidad. A cambio de
todo eso no pide un coche de escolta con luces azules, se conforma con que le
entreguemos el país entero.
A mí, en el fondo, me hace mucha
más gracia Francisco Nicolás, inclinándose ante el Rey, que Pablo Iglesias,
cuya aspiración es que todos nos inclinemos ante él.
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