Hace más de dos años decíamos en
este blog que China estaba más cerca de la decadencia que del auge, en medio de la incredulidad general. Siempre se
ha tendido a ignorar la principal causa de las espectaculares tasas de
crecimiento del gigante amarillo, que no es otra que la facilidad de ascender,
a poco que uno lo intente, cuando el punto de partida es muy bajo. Pero las
ascensiones espectaculares tienden a ser desequilibradas, de modo que, al que
se encuentra de repente en medio de la montaña, casi siempre le falta fuelle
para llegar a la cima.
Hoy empieza a tomar cuerpo la
creencia, avanzada por los analistas a quienes los árboles no les impidieron
ver el bosque, de que China va a ser protagonista de una caída sonada y de
consecuencias imprevisibles. Una buena muestra es el anuncio, por la Tercera
Sesión Plenaria del XVIII Comité Central del Partido Comunista Chino, de la
creación de una “nueva estructura de reforma y apertura al exterior”. Porque cuando
un régimen tan inmovilista como para tener comités con ese nombre, anuncia
cambios imprevistos, no suele ser por afán innovador, sino porque tiene
problemas mucho más serios de los que nos quiere hacer creer.
Y eso ha dado pábulo nuevamente a
que los catastrofistas (especie que se multiplica como la mala hierba)
consideren que la caída del Imperio Chino nos arrastrará a todos. Pues yo no
creo que el hipotético hundimiento de ese gigante con pies de barro nos vaya a llevar
al abismo. Y mi opinión no es fruto de un optimismo irreflexivo, sino del convencimiento de que
la macroeconomía es un reflejo bastante fiel de la microeconomía.
Y, dado que la balanza de pagos de
China tiene superávit, debemos considerarla como un proveedor. Pues
bien, con alguna excepción debida a la falta de reflejos, los negocios no se arruinan por la caída de sus proveedores, sino por
la de sus clientes. Porque sustituir a un proveedor es fácil, y basta con
seguir la máxima “a rey muerto, rey puesto”. Así, China necesita a Occidente
mucho más desesperadamente de lo que Occidente necesita a China, y si es
incapaz de satisfacer nuestra demanda en algún aspecto, no faltará quien la
supla.
Pero es que China, además, nos financia,
objetarán algunos. Y es cierto en buena medida, pero nadie dice que deba dejar de hacerlo, porque no es
previsible que sus problemas le hagan deshacer sus posiciones inversoras en las
economías de Occidente. Eso sucedió en la crisis de 1929, cuando la caída de la
bolsa y la economía estadounidenses provocaron una repatriación de capitales
que, a su vez, arrastró a las europeas, financiada por aquellos. Pero a comienzos
del siglo pasado no existía la globalización y los capitales tenían patria. Hoy
día la deslocalización es la norma, y no parece una decisión muy acertada, para
quien tiene sus fondos sólidamente invertidos en el extranjero, desinvertirlos
para emplearlos en una economía con problemas, aunque sea la propia.
Por eso, creo que el cielo amarillo no se
va a desplomar sobre nuestras cabezas mañana y, si lo hace, seguramente
no será tan grave. Eso no quiere decir que una brusca recesión en China no pueda provocar convulsiones temporales en Occidente, en
forma de titulares catastrofistas y movimientos bursátiles. Pero seguramente los
efectos serán más ruidosos que trascendentales, y el tsunami se quedará en
marejada. Así que continuemos la tarea de arreglar nuestros problemas, en lugar
de otear el horizonte en busca de nuevos nubarrones.
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