Salta la noticia de que la
empresa catalana FCS Select Products, principal proveedor de mascarillas del
Gobierno, ha tomado la de Villadiego tras cobrar 253 millones de euros sin
presentar sus cuentas desde 2020. Nadie podrá decir que esto no se podía saber,
porque bastaba con leer el BOE durante la pandemia para intuir que el
latrocinio que se venía iba a superar todo lo conocido hasta el momento.
Cuando, por ejemplo, en 2020 se publicó la adjudicación de un contrato para compra de hisopos, por importe de 4,3 millones de euros, a una empresa sin dirección, con dos empleados y especializada en moda, quedó claro que lo que se avecinaba no era una crisis sanitaria, sino un saqueo de manual. Nuestros políticos, con gran generosidad, debieron pensar que no bastaba con meternos el palito sólamente por la nariz.
Parece ser que hasta los chinos alucinaban
viendo las comisiones y sobrecostes que aplicaban los contratistas locales a
suministros tan sofisticados como una mascarilla o un bastoncillo con un algodón.
¿Quién nos iba a decir a los españoles que ahora nos tocaba a nosotros entregar
el oro a cambio de baratijas? Aunque ojo, que no era solo cosa nuestra, porque
la contratación de vacunas por parte de la emperatriz Von der Leyen daría para
un capítulo del Buscón. La pandemia supuso un salto cualitativo en
los métodos de enriquecimiento ilícito. ¿Qué 3% ni qué 3%? Se añade un cero y
todo queda mucho más redondo... y divisible.
El problema de la corrupción en
la contratación pública es que se parece mucho al crimen perfecto. Quienes la
niegan suelen alegar que no hay pruebas, como si las corruptelas se
documentaran con contratos, facturas, recibís y pólizas notariales. Y eso de
pedir factura por el pago de comisiones para desgravarlas, solo lo ha hecho un
club de fútbol al vicepresidente de los árbitros. Spoiler, no salió bien del
todo.
Los corruptos que siguen el
procedimiento reglamentario lo hacen con más pudor. Se licita un contrato por
un importe hinchado, se establecen criterios de adjudicación a medida del
contratista “adecuado”, se adjudica, se ejecuta, se paga, y el contratista
abona la comisión al político o funcionario trincón mediante una transferencia
a una empresa interpuesta. Si, además, la empresa está radicada en el
extranjero —pongamos, la República Dominicana—, miel sobre hojuelas.
¿Y no se pueden detectar estos
delitos?, dirán algunos. Pues sí. Y es bien fácil, porque basta con aplicar la
coplilla chulapa: “¿De dónde saca pa tanto como destaca?”. No nos engañemos:
cualquier político, o sus familiares y allegados sin oficio conocido, que llevan un tren de vida muy por encima del que permiten
sus ingresos oficiales deberían estar en el punto de mira. Nos referimos a expresidentes que compran caballos con billetes de 500 euros, ministros que se
hacen con pisos en el centro de Madrid sin hipoteca, o los áticos puestos a
nombre de sociedades administradas por el abogado del novio.
Un conocido gay decía: “Todos los
que lo parecemos, lo somos… y muchos que no lo parecen, también”. Podemos
aplicar su frase a la política sin temor a equivocarnos: todos los políticos
que parecen corruptos lo son… y muchos que no lo parecen, también.
La prueba de lo dicho es que, si
de verdad se pretendiera perseguir estos delitos, existen mecanismos de sobra.
Siguiendo el rastro del blanqueo saltarían sorpresas que, paradójicamente, no
sorprenderían a nadie. El problema es la falta de voluntad. Porque, a estas
alturas, lo único vigente es la frase bíblica: “El que esté libre de pecado,
que tire la primera piedra”. Y no parece que gobiernos —estatales, autonómicos
o locales— ni oposición estén muy por la labor de acercarse a la cantera.