Yo dejaría de preocuparme por la
detención de los corruptos cogidos con las manos en la masa, pues ese es el
mejor síntoma de la existencia de un Estado de Derecho. Me preocuparía más de
la parte que nos toca a cada uno en este circo de inmoralidad en el que nos
hemos movido estos años y en las causas que lo han motivado. Porque pensar que,
unos cuantos políticos sinvergüenzas, han estado robando la cartera a toda la
ciudadanía inocente es, además de una simpleza, un ejercicio de hipocresía para tranquilizar nuestras conciencias, pero no contribuye a limpiar el patio de la
podredumbre que lo cubre. El colmo del cinismo es tratar de ligar la corrupción
a unas siglas concretas cuando aquí, desde el primero al último que ha tenido
ocasión de trincar, lo ha hecho. Bueno, alguno de los nuevos lo hizo antes de
tener ocasión, que ya es para nota.
Lo cierto es que
una gran mayoría, por acción u omisión, hemos sido partícipes de la corrupción. No son más
corruptos Chávez o Griñan que los centenares de beneficiarios de los EREs
falsos, que se llevaban a casa una indemnización por despido de un trabajo que
nunca habían desempeñado y una pensión vitalicia sin cotización previa. Ni lo
es más el ex-ministro Mata, o los políticos valencianos que adjudicaba contrataciones
bajo comisión, que los empresarios que las pagaban y los subcontratistas que
sabían para quien trabajaban. Tampoco cabe dejar de lado a los golfos
sindicales y patronales, tanto de la cúpula como de la base, que han colaborado
a esta España de ni-nis metiéndose en el bolsillo los fondos de formación, mientras
se quejaban de la falta de empleo y mano de obra cualificada. Por no hablar de
la multitud de enchufados a dedo, sin otro merecimiento que un currículum en
blanco, por esos políticos ahora en la picota. Y, por supuesto, no olvidemos a los
familiares y votantes de todos los anteriores.
En cuanto a las causas que nos
han llevado a esta situación, sería demasiado simple designar una sola. Se me ocurre
en primer lugar la caída en desuso de los viejos principios de honradez,
esfuerzo y mérito, que nuestros mayores tenían interiorizados. Ellos sabían de
la necesidad de esforzarse para conseguir las cosas y no entendían de atajos, “pelotazos”
y demás subterfugios para forrarse sin justificación alguna.
Muy unido a lo anterior está la
nueva tendencia de considerar que la sociedad todo nos lo debe por “dignidad”,
desde un trabajo acorde a nuestros deseos, a una vivienda en propiedad con el
agua, la luz y la calefacción pagadas. El colmo de ese disparate es considerar
que los demás, sí, porque “la sociedad” son los demás, están obligados a
proporcionarnos un sueldo sin necesidad de que movamos un dedo para ganarlo. Demoledora una frase de Díaz Villanueva que
decía que “una sociedad que llega a plantearse algo tan disparatado como la
renta básica es que se encuentra en estado terminal, es que ha definido ya con
precisión la línea que separa a los zánganos de los obreros”. Porque la renta
básica supone la sustitución del principio tradicional según el cual “el
trabajo dignifica al hombre” por otro que sonrojaría a nuestros ancestros: “lo
que dignifica al hombre es vivir bien, aun a costa del esfuerzo de los demás”.
A ver si va a resultar que los
españoles, sustituyendo los valores individuales por esos valores colectivos
que a tan poco obligan, hemos conseguido que España sea un país poco honrado
que tiene los políticos que se merece. Dejemos de escandalizarnos por los
políticos corruptos que entran en prisión y procuremos escandalizarnos ante los
corruptos, políticos o no, que andan a nuestro alrededor o dentro de nosotros. No nos
precipitemos en tirarle piedras a la pecadora pública que trastorna nuestra paz
de espíritu, que eso es misión de los jueces, y hagamos un poco de examen de
conciencia, no vaya a ser que al final tengamos que darnos con la piedra en
la cabeza.